Iniciamos una serie de artículos con el diario de Viaje a Guatemala







martes, 6 de septiembre de 2011

Las Lagrimas de San Lorenzo (Capítulo X)


CAPITULO X

La Mantovani es más vaga que la chaqueta de un Guardia. Es esta una frase injusta y despectiva que no hace justicia al trabajo que desempeñan los miembros de la benemérita, y si no que se lo pregunten al sargento Tejedor que hace más horas el hombre que un adolescente en el facebook. Daniel odia estas frases hechas, y piensa que la supuesta “sabiduría popular” está sobrevalorada. Los refranes, sin ir más lejos, le parecen simples y peligrosos. Siempre que hay un refrán asegurando una cosa hay otro que dice lo contrario. El único refrán que le gusta a Daniel es: “donde no hay mata no hay patata”, que sería equivalente a la frase: “de donde no hay no se puede sacar”, pero dicho con más gracia.
Como decíamos la Mantovani es muy vaga. Todos los días llega tarde al trabajo. De su casa a la iglesia, habrá tirando por lo alto… cien metros, pero ella no, no puede venir vestida con la ropa de trabajo, no vaya a ser que alguien la vea por la calle con el mono puesto. ¡No hombre, no! Ella tiene que venir vestidita como si fuese de compras al Corte Inglés. Así que cuando llega lo primero que hace es ir a la sacristía a cambiarse de ropa. Luego reúne su material, en lo que emplea otro buen rato, y cuando por fin parece que los dioses le han infundido el ánimo, y le ha llegado la inspiración,  lo deja todo y se toma un café de su termo: “es que yo si no me tomo un café antes de empezar, no soy persona”, dirá la Mantovani justificándose. “Tu no eres persona ni aunque te bebas todo el café de Colombia. ¡Zángana, más que zángana!”, pensará Daniel. Cuando por fin se ponga a trabajar, Daniel ya llevará más de una hora en el tajo.
La Mantovani para a descansar a cada poco, unas veces a tomar café, otras a hablar por el móvil y otras a hacer alguna cosa en el ordenador. Entretiene el tiempo en hacer informes o responder al correo electrónico, cualquier excusa es buena para escaquearse. Y qué decir del día que no le da la gana hacer nada. Empezará incordiando a Daniel con preguntas y consejos: “esto lo deberías hacer así”, “yo lo hago de esta forma”, “estas empleando mucho tiempo en hacer esto”, “vamos mal de tiempo”, etc., luego se sentará delante de su ordenador a redactar el enésimo informe y cuando lleve un rato dirá que “en esta iglesia hace un frío de muerte, me voy a trabajar a casa que allí hay buena calefacción”. Cuando esto sucede Daniel respira profundamente, suelta el aire despacio y piensa: “¡Ojalá no vuelvas en todo el día!
Si la Mantovani  hace pausas a cada momento, Daniel es todo lo contrario, no le gusta dejar lo que está haciendo y luego volver a ponerse, “si te pones, te pones”. Eso sí, a media mañana le gusta subir al campanario de la iglesia a comer el bocadillo. Desde allí arriba la vista es magnífica.
A su derecha están los montes con sus faldas repobladas con pinos y sus cumbres peladas, en donde  aún hay restos de nieve, al frente la ribera, con sus chopos, fresnos y sauces, a su izquierda se extiende la dehesa con sus encinas y robles y a su espalda los tesos, que en su día fueron tierras de labor y ahora están abandonadas, trasformadas en un erial con alguna parcela de barbecho o de centeno. En torno a la iglesia se agrupan las casas y los corrales, la mayor parte están abandonados, unos tienen el tejado caído y a otros se les ve la estructura de madera entre los huecos de las tejas y pronto estarán igual. Alrededor de la plaza están los edificios con mejor aspecto. El Ayuntamiento con su torre del reloj nueva, el consultorio médico, el bar y la panadería. Se reconocen fácilmente las casas que son nuevas o están habitadas. Desde su atalaya Daniel puede observar los movimientos de la gente en la plaza y en los patios de las casas, puede ver la ropa tendida, a Ovidio dando de comer a los animales, a Justo el panadero metiendo la leña del horno, o a las Medias sentadas al brasero junto a la ventana. Si Daniel fuese cotilla podría espiar a la gente, pero le da pudor y le parece una falta de educación y de respeto. Prefiere contemplar el campo y a las aves que mirar hacia el pueblo. Además la única casa que sí le interesa no la puede ver. Por desgracia la casa de Irene queda oculta por la casa de los belgas, con su restauración de estilo rústico, su fachada de piedra y su cubierta de teja árabe envejecida.
Tampoco se ve desde el campanario el barrio nuevo que es la zona junto a la carretera donde han ido construyendo los veraneantes y que queda oculta detrás de una arboleda. Sólo se divisan algunos tejados y una casa de tres plantas que un hortera con ganas de llamar la atención pintó de granate. “¡Como le dejarían construir ese mamotreto!”, pensó Daniel. Pues muy fácil hombre, que no te enteras, es de un hermano de Porfirio el Alcalde.
Daniel hace su descanso para comer  el bocadillo a las doce. A esa hora llega el coche de línea. Primero se ve el techo del autobús a lo lejos, entre los árboles de la dehesa, durante un rato desaparece, y no se vuelve a ver hasta que pasa sobre el puente del río. Se pierde de vista otra vez y no es hasta que enfila la recta de las eras, ya a las puertas de San Lorenzo cuando el autobús se vuelve a ver. Es tan mala la carretera y con tantas curvas que en el tiempo que emplea el autobús en recorrer esos pocos kilómetros que hay entre la dehesa y las eras, Daniel ya habrá terminado de comer su bocadillo.
Las vistas merecen la pena, pero si Daniel sube todos los días al campanario es para vigilar a los pájaros. Debajo de las tejas de la iglesia se esconden los estorninos, hacen los nidos las palomas y los cernícalos acechan a sus presas. Hay varias parejas de cernícalos en el tejado de la iglesia. Es un espectáculo verlos volar con su batir de alas, permaneciendo suspendidos en el aire, estáticos, vigilando a una presa o a un intruso. A Daniel le gusta este sitio porque su altura permite ver volar a los pájaros por debajo de él, es un punto de vista interesante. Con la llegada del buen tiempo las golondrinas y los vencejos se unieron  a la fiesta. Los vencejos vuelan veloces, haciendo quiebros, subiendo y bajando, dan la impresión de poder estar volando permanentemente, sin pausa, como en realidad harían si no tuviesen que hacer un nido para criar.
En la iglesia no hay nidos de cigüeñas, cosa rara, pero que tiene su explicación. Según le contaron a Daniel, a Don Simón se le metió en la cabeza que los nidos de las cigüeñas eran un peligro para la iglesia y los parroquianos, así que se puso a reclamar a las autoridades para que los quitasen. Tanto dio la paliza que terminó por salirse con la suya. El resultado fue que cuando al año siguiente regresaron las cigüeñas, en el lugar del nido se encontraron con una estructura erizada de pinchos. Las cigüeñas comprendieron que no eran bien recibidas y se trasladaron a los fresnos desmochados que hay en el prado de Ovidio. Desde entonces La Nico, su mujer, llegado el mes de febrero empieza a quejarse: “lo que Dios no quiere que lo sufran los cristianos”, dirá a todo el que se encuentre, menos a Don Simón, que como es bien sabido, la Nico y el cura son uña y carne, y si él dice que hay que quitar el nido de la cigüeña de la torre de la iglesia sus motivos tendrá.
La suerte para Daniel es que con el cambio, los nidos se pueden ver perfectamente desde el campanario. Hay tres nidos, cada uno en un fresno. Por el mes de junio los pollos ya están grandes, con su pico negro y las plumas blancas.
Después del bocadillo, Daniel vuelve al trabajo. Una mañana a su regreso del campanario, la Mantovani estaba más pesada de lo normal. Su estado habitual es el de mosca cojonera. “¿Me pasas la espátula?”, “acércame el cepillo”, “haz una foto de esto”, es parte de su repertorio. Pero cuando más le gusta molestar es cuando Daniel está subido en el andamio. “¿Me subes el tapa poros?”, así que a bajar a por el bote y vuelta a subir. Cuando llegue arriba la Mantovani dirá “¡que cabeza la mía! No tengo la brocha”. Vuelta para abajo y Daniel renegando y reconcomiéndose las entrañas pero obedeciendo.
Una mañana la Mantovani recibió una llamada telefónica. Estuvo mucho rato hablando por el móvil y regresó al tajo más pesada que de costumbre, y eso es mucho decir. Superaba todos sus límites y a punto estaba de acabar con la paciencia del santísimo Daniel. Solo al terminar el trabajó se dignó a darle una explicación:
-         Mañana tenemos visita. Vienen a vernos el jefe y el Director de la Restauración.
“Lo que faltaba pal duro, el Mandamás y sus secuaces. Nada bueno nos traerán y si no al tiempo”.
-         Quiero que mañana todo esté en perfecto orden de revista- remató la bruja.
“¡Será hija puta!- pensó Daniel- ¿no lo podía haber dicho antes?, que ahora me va a tocar venir esta tarde”. Como Daniel arrugó el hocico y la Mantovani lo vio, dijo:
-         Bueno hombre no pongas esa cara. No es para tanto, yo vengo a ayudarte.
Daniel comió rápido y regresó a la iglesia. Se puso a recoger cosas, colocando a cada una en su sitio, ordenando cajas y limpiando. Retiró los lienzos con los que tapaban el trabajo ya terminado, para que pudiese ser visto; en fin que se pasó la tarde a todo trapo de allá para acá, haciendo de todo. Eran casi las diez de la noche cuando llegó la Mantovani.
-         Perdona que no haya venido antes, pero he estado muy ocupada haciendo un informe para que lo vean mañana. ¿Qué te hago?
-         Nada, ya casi he terminado- contestó Daniel más quemado que la pipa un indio.
Al día siguiente, a la hora convenida, estaban a la puerta de la iglesia, Porfirio el alcalde, Samu, el teniente alcalde, Don Simón, el cura y la Nico, no se sabe muy bien en calidad de qué. Será porque limpia la iglesia y porque es la que más visita a Don Simón y su confesionario. Las malas lenguas dicen que si tanto va a la iglesia es porque tiene muchos pecados que hacerse perdonar. Porfirio y Samu, llevaban la ropa de los domingos y Don Simón estaba uniformado con su sotana y alzacuellos, que por eso es un cura como Dios manda, de los de toda la vida, que ahora hay curas que parecen cualquier cosa menos curas. Todos estaban en su papel, menos la Mantovani que se pasó tres pueblos. Estaba vestida como si la que viniese de visita fuese la reina. Llevaba un traje con pinta de ser muy, pero que muy caro, de color gris oscuro, casi negro, con zapatos de tacón, que Daniel pensó que se iba a matar caminando por el suelo empedrado del atrio de la iglesia, aunque bien pensado, “ojalá se rompa una pierna”. Llevaba tanta pedrería repartida por todo el cuerpo, que parecía el muestrario de un viajante de joyería. Por el maquillaje y por como tenía cada pelo en su sitio dedujeron que se tenía que haber levantado a las del gallo, para poder restaurarse de esa manera. “Si madrugase lo mismo para restaurar a San Lorenzo, seguro que ya hubiésemos terminado hace tiempo”, pensó Daniel. Y si no fuese tan petarda se podría haber dicho de ella, que estaba guapa. La ilusión duró un instante; hasta que la Mantovani abrió la boca:
-         Déjame hablar a mí, si preguntan algo yo respondo, que tú seguro que metes la pata. Dijo La Mantovani, dirigiéndose a Daniel. Y lo peor no fueron sus palabras, sino que lo dijo en voz alta para que todos los presentes lo oyesen.
“Esta es la gota que colma el vaso”. Daniel estaba apunto de contestar cuando apareció el coche del Mandamás. Permaneció en silencio.
El Mandamás conducía un cochazo, un 4x4, de tamaño de un autobús. A su lado venía un hombre de unos sesenta y tantos años con el pelo blanco y muy gordo, y en el asiento trasero venía un hombre joven y delgado.
La Mantovani por la forma en que se dirigió al gordo ya debía conocerlo. En cuanto puso pie a tierra fue a saludarle, llamándolo por su nombre. Herminio le ofreció la mano, la Mantovani, se la cogió y le plantó dos besos. El gordo le presentó al delgado pero a éste solo le dio la mano.
La emperifollada tomó de un brazo al gordo y del otro al Mandamás y así, caminando entre los dos se dirigió hacia donde estaba el resto del personal esperando a que la estrella terminase su numerito.
Maria Victoria Mantovani de Castro, cumplió con el papel de anfitriona, presentando al Alcalde y a Don Simón. A los demás se los pasó por alto, incluido Daniel. El Mandamás se dignó a saludarle, estrechándole la mano y preguntándole:
-         ¿Qué tal el destierro?
“No, si encima va a resultar que el tipo es gracioso, ¡qué chispa!, ¡qué ironía, qué sentido del humor mas fino se gasta el pájaro!”, pensó Daniel. El Mandamás y el gordo, hablaron un poco con el Alcalde y el cura.
Antes se decía de las personas como Porfirio o Samu, que eran gente sin estudios, en un tono un poco despectivo. Ahora esa expresión solo la emplea la gente mayor. Puede ser que con la universalización de la enseñanza esa clasificación establecida en función de los años que se ha pasado por las aulas no tenga razón de ser y quizás sea mejor así. El problema es que como casi siempre se pasa de un extremo al contrario sin término medio. Si en la época de nuestros abuelos, el que había estudiado era alguien, y el que no, era “Don nadie”- exagerando un poco- ahora el conocimiento y la cultura carecen de valor, es más puede ser un motivo de descrédito. La persona culta y erudita es tomada por aburrida, y si se le ocurre decir algo de lo que sabe, será acusado inmediatamente de pedante. En el colegio o en el instituto el alumno brillante será catalogado como empollón, y no será “popular” que es el atributo más valorado. La chica o el chico más popular será el que tenga muchos amigos. Lo importante aquí es la cantidad. Solo hay que ver las competiciones que se establecen para ver quien tiene más amigos en el facebook. Para conseguir muchos amigos hay que hacer lo que sea, aunque para ello se tenga que someter a burla y escarnio a los compañeros más tímidos, menos aptos para los deportes, o a los empollones. ¿Cuándo nace este desprecio hacia los intelectuales? En la sociedad igualitaria actual lo mismo vale la opinión de un experto que la de otro cualquiera. A fuerza de machacarnos con la cantinela de que “todas las opiniones son igual de respetables” o “tan válida es mi opinión como la suya”, hemos desprestigiado el conocimiento. Por poner un ejemplo. ¿Cómo va a ser igual de válida la opinión de un creacionista iletrado que la de un científico que se ha pasado un montón de años estudiando la evolución? El fanático religioso, argumenta que la teoría de la evolución es una más entre otras muchas, que no está demostrada y se cree en la posesión de la verdad. Si el científico presenta las pruebas a favor de la teoría de la evolución, el creacionista se defenderá con eso de que “es una opinión, ni más ni menos válida que la mía”. Bueno esto en el mejor de los casos porque si damos con un integrista replicará que eso es una herejía que no se puede enseñar a sus hijos en el colegio. Dejemos bien claro que esto de la equipontencialidad de las opiniones es una patraña. No es lo mismo un sabio que un necio. Mientras que el sabio, sabe, el necio opina.
Llegado a este punto todo lo dicho anteriormente olvídese. Porfirio y Samuel no tienen estudios- concretamente el Alcalde es un bruto- y el cura ha estudiado lo que estudian los curas, que no sabemos si es mucho o poco- la asignatura de “pedir” debe ser de las mas fuertes-, mientras que el Mandamás y el Gordo son gente con estudios. En la conversación que mantienen los cinco a la puerta de la iglesia los papeles están cambiados. Son los señores los necios y los rústicos los ilustrados. Se puede haber pasado por la Universidad y no haber aprendido nada, éste es un caso que se da con más frecuencia  de lo que parece. El mandamás y el gordo son de los que no aprendieron nada, por ejemplo no son capaces de ponerse en el lugar del otro. Ambos se dirigen a sus interlocutores con desgana, con hastío, casi con desprecio. Es un trámite que tienen que cumplir y no les importa nada de lo que digan. Los miran con soberbia y aire de superioridad. Por el contrario tanto los ediles como el cura tiene bien aprendido que cualquiera que viene a visitarlos merece su respeto y no  solo eso, hay que agradecer la molestia que supone el llegar hasta aquí para ver a su San Lorenzo. Actúan en consecuencia, intentando ser agradables, corteses y educados. En esta ocasión son los ignorantes los que dan una lección a los sabios. En todo esto pensaba Daniel mientras esperaban a entrar en la iglesia.
La visita fue breve. A Daniel le pasó como a esos cocineros que están horas preparando la comida y cuando llegan los comensales la despachan en un momento. “¿Para qué estuve preparando toda la tarde de ayer la visita? ¿Para que luego no miren nada? A estos les importa todo un bledo”.
Se emplea más tiempo en contar lo que hicieron que el que ellos estuvieron en la iglesia. La Mantovani encabezaba la comitiva, seguida por el gordo y el Mandamás, a continuación el Alcalde, el Cura, Samu y la Nico. Cerrando el pelotón Daniel y el delgado. Llegados al altar, la Mantovani tomó la palabra para contar cuatro chorradas. El gordo ordenó al delgado que sacase unos papeles que traían en una carpeta. Los extendieron sobre el altar y firmaron en el margen de las hojas el Gordo, el cura, el Alcalde y el Mandamás. Habían levantado acta de su visita y del estado de las obras y dieron por concluido el acto. “A esto llamo yo hacer el paripé”, pensó Daniel.
El gordo empezó a decir algo sobre lo importante que era para el desarrollo de los municipios pequeños y para combatir la lacra de la despoblación la conservación del patrimonio artístico. Daniel ya no lo escuchaba. Se fijó en como el delgado observaba el retablo.
-¿Quieres que te lo enseñe?- le preguntó, a lo que el otro respondió con un movimiento de la cabeza afirmativamente.  Al contrario que su jefe este era parco en palabras.
Mientras Daniel le explicaba el trabajo realizado, el delgado se limitaba a escuchar en silencio moviendo la cabeza afirmativamente, era como esos muñecos de perro con la cabeza articulada que se ponen en las bandejas de los coches, y que con el movimiento del vehículo van diciendo siempre sí. Por lo menos prestaba atención. Miraba atentamente hacía los lugares del retablo que Daniel le iba señalando.  La explicación fue breve. En cuanto el Gordo terminó su discurso, la comitiva se dirigió hacia la puerta de la iglesia. Desde allí la Mantovani les llamó:
-         ¿Qué, Os vais a quedar?
En el atrio de la iglesia Porfirio, el Alcalde, les estaba invitando a un aperitivo que el Ayuntamiento tenía preparado para agradecerles su visita. Saltaba a la vista que a los visitantes no les gustó el ofrecimiento, pero aceptaron. Tomaron el rumbo del bar. Sobre unas mesas alargadas en medio del bar y cubiertas con manteles de papel, estaba dispuesto el ágape. Se habían unido algunos vecinos como Justo el pandero y el matrimonio de jubilados vecinos de los belgas. Don Simón se puso inmediatamente a la tarea. El chorizo era casero, el queso de la cooperativa y el vino era el de las ocasiones especiales. A Daniel le gustaba todo, a la Mantovani nada. Marisa le sirvió un refresco light. El Gordo repitió el mismo discurso que antes, sólo que en versión reducida, cuando terminó se despidieron rápidamente y se fueron, como se dice vulgarmente “cagando leches”. Como supo Daniel después, los cuatro, es decir: el Gordo, el Mandamás, la Mantovani y el Delgado, se fueron a comer a un restaurante caro, a cuenta de la partida “gastos de representación”, de la empresa.
     Daniel esa mañana quedó libre de volver al trabajo, pero cuando caminaba hacía su casa recordó que había dejado olvidado el móvil apagado en un bolsillo del mono de trabajo. Dio la vuelta. Tenía una llave de la iglesia que estaba en silencio y como la luz que entraba por las ventanas era suficiente para ver donde se ponían los pies, no encendió la luz artificial. Se dirigió a la sacristía y  allí se encontró con…, no puede ser,… El cura y la Nico estaban abrazados, cada uno con sus respectivas faldas arremangadas.
Daniel dio media vuelta. “Gracias a Dios que no me han visto”, pensó, y salió caminando de puntillas y casi sin respirar para no hacer ruido.