Las cosas son tanto más verdaderas cuanto más creídas, y no es la inteligencia, sino la voluntad, la que las impone.
Vida de Don Quijote y Sancho. Primera parte. Capítulo XLV.
Hay que inquietar los espíritus y enfusar en ellos fuertes anhelos, aun a sabiendas de que no han de alcanzar nunca lo anhelado.
Vida de Don Quijote y Sancho. Segunda parte. Capítulo VII.
Miguel de Unamuno.
CAPITULO I
No quería ir. Pero el capullo de su jefe, el Mandamás, se lo dejó bien claro: o vas o te vas, y no es que le disgustase la perspectiva de pasar un año de destierro, fuera de casa, en un lugar en donde por no tener no tenía ni entradas en google. Lo que le tiraba para atrás era que tendría que ir con la Mantovani, o sea; Mantovani de Castro, María Victoria. En los tres meses que llevaba trabajando en la empresa Conservación del Patrimonio Figueroa, solo había hablado dos veces con ella. La primera vez le pidió ayuda para mover unas cajas de sitio, y le llamó David, la segunda fue para pedirle alguna aclaración sobre un recado que había recogido para ella en su ausencia y lo llamó Darío, en ambos casos la corrigió; me llamo Daniel. “Ah, perdona, es que soy muy despistada para los nombres”, se excusó. “Petarda, tú lo que eres es una petarda”.
Por lo demás estaba contento con el trabajo, los compañeros eran buena gente, estaba a gusto con ellos, a excepción claro está de la pija Mantovani y del Mandamás. Se llevaba especialmente bien con su jefe directo Anselmo Rodríguez Pérez. Un hombre joven, pocos años mayor que él. Desde el primer momento le ayudó, cuando metió la pata o hizo algo mal, le corrigió de buena manera y sin dar parte al Mandamás. Anselmo le aconsejó que aceptase el encargo. “Un año pasa volando, y cuando quieras darte cuenta ya estarás de vuelta. Es la mejor forma de hacer méritos, y siempre será mejor que estar haciendo fotocopias e informes que nadie va a leer”. Con estas y otras razones, trataba de convencerlo. Daniel apreciaba su interés, y sus bienintencionados consejos, pero es que la Mantovani… No se decidía. Durante varios días estuvo dándole vueltas al coco. Factores en contra eran la Mantovani y a favor a demás de los expuestos por Anselmo, que el pueblo tiene campo para aburrir. Es este un factor importante a tener en cuenta. Daniel se crió en un pueblo de la montaña, donde habían destinado a su padre, que era maestro de escuela. A la salida del colegio su padre le llevaba al campo, unos días a buscar setas, otros a pescar y otros simplemente a pasear, por el simple placer de observar y disfrutar de la naturaleza. Para Daniel ese tiempo pasado en el campo fue uno de los periodos más felices de su vida y tuvo el mismo efecto que el de Obelis cuando se cayó a la marmita. A los dos los efectos secundarios le durarán toda la vida y si en el galo se traducen en su fuerza física, en Daniel se materializa en su afición naturalista. Si algo hecha en falta desde que murió su padre, hace de eso ya cuatro años, son los paseos que daban juntos por el campo.
Quedó con su amigo el Che a tomar unas cañas. Cuando hubo terminado de contarle el caso, emitió juicio; “un año se pasa en un suspiro”.
- Dale con lo de que un año se pasa rápido. Sois menos originales que un libro de Ana Rosa. A cada uno que le cuento el caso me sale con lo mismo.
Su colega será buen tío, pero es más bruto que un arado.
- Mira, si no te gusta lo que te digo te vas a un sicólogo de esos que por cada sesión te cobran un ojo de la cara. No te jode, ni que yo fuese un coachin o un asesor o como leches se diga. Si quieres consejo llama a un adivino de la tele…
Podría haber seguido así todo el día, si no llega a interrumpirle Daniel.
- Vale, vale,… he pillado la idea.
Su periodo de consultas no estaba dando buenos resultados. Bien pensado no tenía ninguna razón de peso que lo retuviese en la ciudad. Por la misma época en que empezó a trabajar en la empresa de restauración había roto con su novia. Roto no es precisamente el término más adecuado para definir el fin de su relación, más bien habría que decir que fue un enfriamiento progresivo que terminó en congelación. Desde que María sacó la plaza y se fue a trabajar a Santander la cosa dejó de ir bien. Ahora solo se veían los fines de semana, cuando ella venía a casa de sus padres. A Daniel no le importó mucho que ella lo dejase. Nunca estuvo realmente enamorado de ella, y si bien, al principio le gustaba, porque hay que reconocer que buena estaba un rato, era más sosa que un pan sin sal. Era tan correcta, tan perfecta que resultaba insulsa. Todo lo que decía y hacía, era lo esperable, sus opiniones no se salían nunca de lo “políticamente correcto”, como está de moda decir. Había otra cosa que ponía a Daniel de los nervios. Siempre que se dirigía a él lo hacía como; “mi Dani”. Mi Dani esto, mi Dani lo otro. Cuanto más le decía que no le gustaba que lo llamase así, y menos aún delante de sus amigos, más lo repetía, que parece que ni adrede.
Se conocieron en la Universidad, en el primer curso, pero no empezaron a salir hasta tercero, y tampoco es que se lo propusieran, simplemente iban juntos, a clase, a la biblioteca, a todas partes. Empezaron a verse cuando salían por las noches. Llegó un día en que sus amigos empezaron a preguntar si estaban saliendo. La respuesta era que no, pero con el paso del tiempo fue que sí. Al Che nunca le gustó Maria, no se llevaban bien. A ella, él le parecía un bruto y a él, ella le parecía una pija insípida.
Por fin Daniel tomó una decisión. Al primero que le dijo que aceptaba fue a Anselmo, que como única contestación dijo:
- Es lo mejor que puedes hacer. Acto seguido se levantó de su silla.
- ¿Dónde vas?, preguntó Daniel.
- A decírselo al Jefe.
Como Daniel no se ponía en circulación, Anselmo añadió:
- Tendrá que saberlo. ¿O no?
Se fueron al despacho del Mandamás. Solo había estado una vez antes en la guarida del lobo, el día que empezó a trabajar. Fue un visto y no visto, en que el Mandamás lo saludó sin mirarle y soltó un par de frases tópicas, del tipo, “si te esfuerzas tendrás tu recompensa” o “he realizado una apuesta importante contigo, espero que no me defraudes”. Al entrar por segunda vez en el despacho del jefe, Daniel tuvo el mismo pensamiento que la primera: Mucho pan para poco perro.
El Mandamás hablaba por teléfono, respatingado en un sillón de cuero y respaldo alto. Es un canijo, un esmirriado, un poca cosa, con barba recortada y gafas de esas que se pliegan seis veces, apoyadas sobre una prominente nariz, de un tamaño que no se corresponde con el cuerpo del portador. Traje y corbata, por supuesto, un autentico señorito. Sobre la mesa de madera noble, un portátil, que seguramente no sabe utilizar, con suerte para recibir y enviar correos, un móvil y varios cacharros electrónicos, todos ellos apagados. La mesa de trabajo era la de un estoico, libre de papeles, pero las paredes y estanterías del armario estaban repletas de cuadros y fotografías, en las que el Mandamás aparecía en múltiples poses y actividades. Parecía un publirreportaje, de Kent el novio de la Barby. En unas con atuendo de esquiador y fondo de montañas, en la siguiente, a bordo de un yate junto a un pez espada, más allá al volante de un coche de época, luego a caballo. Pero la que más llamó la atención de Daniel fue una en la que posaba junto a la Princesa Leticia, recogiendo un premio, ambos sonriendo a la cámara. Volvió la vista hacia la foto del pescador. El Mandamás tenía la misma expresión y la misma pose en las dos fotografías. Era la exhibición de los trofeos, solo que en un caso era un pez y en el otro una Princesa.
En un lugar destacado del despacho tenía colgado un diploma enmarcado en plata, expedido por una Universidad norteamericana, en el que tras el texto de rigor se podía leer en letras grandes y góticas: “Al Sr. D. Constantino Figueroa Sartén-Lozano”
¡Sartén! El Mandamás de apellida Sartén. Daniel tuvo que volver a mira la foto del pez para evitar un ataque de risa. Anselmo que se dio cuenta le regaló una mirada asesina.
El jefe seguía hablando por el teléfono, con expresión de aburrimiento. Era una conversación intrascendente. Daniel pensó que al otro lado de la línea estaría su mujer. El Mandamás decía:
- Que no me olvido. Que sí, que paso por la tintorería… No te preocupes… Vale… Sí…Sí.
Con la mano hizo un gesto para que se sentasen en el sofá a esperar. Se sentaron cada uno a un extremo. Era un sofá de cuero muy grande. Tan grande que si hubiesen tenido que decirse algo habrían necesitado un conferencia vía satélite.
El Mandamás continuaba con el mantra. Sí…, sí…, vale…, como quieras… Reservaba su locuacidad para el final, remató la conversación diciendo:
- Vale como tú quieras. Cuando llegue a casa me lo cuentas. Ahora tengo que dejarte porque tengo una reunión.
Y colgó.
Primero miró a Daniel, luego a Anselmo, nuevamente a Daniel, y cuando parecía que volvía a iniciar otra vez su recorrido debieron de hacer clic sus neuronas llegándole la inspiración.
- ¿Has venido por lo del trabajo del retablo?
- Sí.
- ¿Y?
- Que acepto.
La misión consistía en restaurar el Retablo Mayor de la Iglesia Parroquial de San Lorenzo del Valle. Desde que ensillaron hasta que cabalgaron pasaron tres meses, y eso que era “para ya”.Durante ese tiempo Daniel estudió informes y reunió documentación sobre la iglesia y el retablo. Tarea indeseable que le tocó hacer a él, por algo era el último mico.
Por fin un día Anselmo le comunicó la buena nueva:
- Me ha dicho el Jefe que os vais el lunes.
- Por fin.
- Ha insistido en que tiene mucho interés en que el trabajo salga bien, y sobre todo que se cumplan los plazos. Nos dieron un año de plazo y ya han pasado tres meses.
- Y entonces, ¿por qué no hemos empezado antes?
- Mejor no preguntes.
“Siempre pasa lo mismo- pensó Daniel-, la improvisación, y la desorganización son los males que nos lastran y que nos impedirán convertirnos en un país competitivo. Parece que para los puestos de responsabilidad se elige a los más incompetentes, como en este caso. El Mandamás dará bien luciendo trajes y relojes caros, pero mejor nos iría si se quedase en casa o se limitase a ir a comer y hacer la pelota a los clientes”.
Llegó el día del viaje. La Mantovani pasó a recogerlo. Manejaba un coche pequeño de color gris, con una estrella en el morro. Paró en la calle en doble fila, el coche que venía tras ella pitó y ella le correspondió sacando una mano por la ventanilla con un dedo hacia arriba, señalando el cielo nublado. La niebla era espesa. Daniel saludó con un “buenos días” y la mujer respondió con un leve movimiento de la cabeza, sin mirarlo. Abrió el maletero del coche para meter su bolsa, pero era una tarea imposible. Se hallaba repleto de un conjunto de maletas, de diferentes tamaños, todas a juego, de color rojo y de una colección de bolsas de todos los colores y formas imaginables, cada una con el logotipo de su marca correspondiente. Lo intentó en el interior del vehículo. Los asientos de la parte trasera se encontraban igual de ocupados. El conductor del coche que no podía pasar, se impacientaba, y pitó por segunda vez. Visto lo visto Daniel se dirigió a la parte delantera del vehículo. Dio unos golpecitos en la ventanilla y la Mantovani bajó el cristal.
-¿Dónde pongo la maleta?
- Perdona. Aunque te parezca mentira, he metido solo lo imprescindible.
He tenido que dejar tres maletas para que me las lleven mañana con los materiales. Coloca la tuya donde puedas.
A Daniel no le quedó mas remedio que colocarla entre sus piernas, en la parte delantera. Así, de esa guisa, todo espatarrado comenzó su odisea. Daniel pensó que no empezaba bien, aunque después de todo con la Mantovani por medio, era de esperar. Seguro que la División Azul en su campaña de Rusia necesitó menos logística que el petardo de la Mantovani. El de atrás había pasado de los pitidos a los gritos, sacaba la cabeza por la ventanilla y obsequiaba a la conductora con un amplio repertorio de calificativos, ninguno de ellos elogiosos. Casi todos ellos tenían un tema en común: La mujer al volante.
Mantovani, como siempre estaba vestida de punta en blanco, nunca mejor dicho, pues gastaba un traje chaqueta-pantalón blanco. En cada muñeca un reloj y una colección de pulseras que cada vez que movía el brazo para cambiar de marcha, se movían arriba y abajo chocando unas contra otras, haciendo ruido como un sonajero. Parecía recién salida de la peluquería, con el pelo negro haciendo ondas y dos rizos en el flequillo colocados estratégicamente uno a cada lado de la frente. Una cosa hay que reconocer y es que olía muy bien. Seguro que entre los cientos de maletas de la parte trasera una parte importante estaría ocupada por frascos de perfume, cremas antiedad y otros potingues. Daniel que era un ignorante en el tema pasó un rato pensando si el peinado se lo haría cada mañana la Mantovani o sería producto de la peluquería. “¿Cómo se va a apañar esta tía, si donde vamos no hay una peluquera en treinta kilómetros a la redonda?”.En estas y otras chorradas ocupó Daniel la hora y media de atasco que pillaron al salir de Madrid, tiempo que permanecieron en silencio, la Mantovani atenta a la circulación y Daniel a lo suyo. Al cabo de un rato encendió la radio. Era una cadena musical de esas que programan la “música de tu vida” y que consiste en repetir canciones archiconocidas, una y otra vez, de tal forma que si no le tienes manía a la canción terminas por cogérsela.
A la salida de la ciudad les esperaba la niebla, y como la temperatura era muy baja se formaban en los espejos retrovisores unos chupiteles de hielo. Daniel pasó parte del viaje entretenido en mirar la temperatura que indicaba el termómetro del coche, y en como se acumulaba el hielo en los retrovisores.
Para romper el silencio, Daniel, acudió al socorrido tema del tiempo.
- Esperemos que levante la niebla y podamos ver algo del paisaje.
- Esperemos- contesto La Mantovani.
“¡Qué locuacidad! ¡Qué conversación!,… La que me espera”, y empezó a arrepentirse de haber aceptado el trabajo.
Media hora más tarde les adelantó una furgoneta de reparto a toda pastilla. Daniel pensó” estos tíos de las fragonetas van a toda ostia”, y dijo:
- Los repartidores se juegan la vida, pero con sus condiciones de trabajo no les queda otra. A lo que La Mantovani respondió en tono indiferente:
- Ya.
“Segundo pinchazo. A este paso me dan los tres avisos y me devuelven el toro a los corrales”
La niebla persistía y las canciones de tiempos de Maricastaña, también. Media hora más tarde atacó de nuevo.
- Dicen que: Mañana de niebla tarde de paseo.
- Eso dicen.
“Es que parece tonta. Que le costaría ser un poco agradable”. Daniel harto decidió jugarse el todo por el todo
- ¿De dónde procede el apellido Mantovani? Parece italiano.
Lo que sobrevino a continuación fue una avalancha, un tsunami, una verborrea incontenible. Dio inicio a un monólogo, a una cháchara sin pausa, que desplegó durante el resto del viaje, sin descansar un momento. Quedó de manifiesto que a La Mantovani, no le interesa nada que no sea ella misma y sus circunstancias. Relató su vida y la de su familia, donde estudió, con quién vivió y en qué lugares, y donde trabajó, con tal profusión de detalles y de fechas que poco le faltó para describir su árbol genealógico completo, casi desde Adán y Eva. Era como si las circunstancias y personas se hubiesen organizado cósmicamente para dar como resultado a Maria Victoria Mantovani de Castro, un ser único y irrepetible, que reúne en su persona los genes, la belleza y la sabiduría de todas las generaciones de Mantovanis anteriores y que en combinación con su perfecto marido habían dado como resultado a sus dos hijos, que eran lo mejor de lo mejor, la crem de la crem. Todo maravilloso, sublime y en su sitio.
En resumen la historia es la siguiente: Mantovani es efectivamente un apellido italiano. Su padre era un Conde que vino a España para hacerse cargo de los negocios que su familia tenía aquí. No era fácil encontrar una mujer a la altura de la estirpe, nobleza y riqueza del Conde. Muchas lo intentaron pero solo una lo consiguió; la señorita Micaela. Hija de un ministro de Fomento y nieta de un ministro de la Guerra, reunía el pedigrí suficiente para emparentar con el Conde Italiano. Aportaba al matrimonio un capital considerable, equiparable a la fortuna del italiano, formado por fincas, casas, cortijos y un palacio en el centro de Madrid, donde todavía vivía la madre de la Mantovani, rodeada de criados y gatos. El fruto de la unión del italiano y la señorita son Maria Victoria y su hermano. El hijo es embajador en Constantinopla y la hija en estos momentos conduce un vehículo entre la niebla.
La Mantovani está casada con un abogado, -que si nos creemos lo que la mujer dice, y no es que seamos descreídos, sino que nos lo tomamos con precaución porque de tan brillante y tan perfecto suena a exageración,- que pertenece a más consejos de administración de empresas y bancos de los que caben en el IBEX 35.
El matrimonio tiene dos hijos, un niño de once años de nombre Ulises y una niña de tres que responde por Penélope, de donde se deduce el interés de los padres por la Grecia clásica y sus aires de grandeza.
En el tiempo que duró el relato se levantó la niebla, cambiaron la autopista por una carretera nacional, ésta por una comarcal y al fin llegaron a un cruce con un cartel señalando su destino. San Lorenzo del Valle 7 km.
CAPITULO II
San Lorenzo del Valle hace honor a su nombre y apellido. Al nombre por la iglesia y el patrón que procesionan por las fiestas y al apellido por el valle del río Ranillas que es donde se asienta.
Es un pueblo no apto para la lírica ni para la épica, por lo menos en su parte vieja, pues San Lorenzo tiene un Barrio Viejo donde viven los del pueblo de toda la vida y un Barrio Nuevo donde viven los veraneantes de toda la vida, es decir; los que se fueron del pueblo de jóvenes y regresan cada verano, para las fiestas, antes con sus hijos y ahora con sus nietos.
El Barrio Viejo, o el de abajo como otros lo llaman es una colección de casas y corrales desvencijados, amenazando ruina y llenos de remiendos. Parece como si el pueblo se hubiese construido todo de una vez, en una época remota, sin duda más próspera y desde entonces la única tarea realizada por sus habitantes haya sido la de poner parches a su deterioro. Parches y más parches en paredes, puertas, ventanas y tejados algunos con tanta solera que ya hay parches sobre los parches. Las casas son de piedra y adobe, con su esqueleto de madera y los remiendos son de todos los materiales imaginables; ladrillos, bloques, chapas, neumáticos, latas o cualquier otro que resista al agua y al viento. Parece que las puertas y ventanas se han llevado la peor parte; en unas faltan cristales o están rotos, en otras una lata de sardinas del año 54 tapa un agujero; los cuarterones y los marcos están torcidos, con la madera carcomida y podrida por la humedad. Muchas casas tienen las puertas y ventanas tapiadas con ladrillos.
El pueblo se organiza en torno a la carretera, que lo divide en dos mitades. A un lado queda la plaza donde está el Ayuntamiento y un edificio nuevo que se utiliza como consultorio médico. En la plaza las casas están restauradas o por lo menos se mantienen en un estado aceptable; en una esquina hay un bar con la fachada de color de rojo y en la esquina opuesta una panadería pintada de blanco.
A la salida del pueblo, después de una curva de la carretera, en lo que eran las antiguas eras, está el Barrio Nuevo; formado por chalets con jardín en la parte delantera y huerto en la trasera, que son el fiel reflejo de la personalidad de sus propietarios. Los hay grandes con fachada de cantería, y columnas en el porche para hacernos saber que a su propietario le han ido bien las cosas; y los hay pequeños y modestos, que no todos los que salieron del pueblo han tenido el mismo éxito. De todas formas nos equivocaríamos si como método para saber a quién le ha ido bien y a quién le ha ido mal, quién a triunfado y quien no tanto, utilizásemos el tamaño de su casa, pues en San Lorenzo, como en cualquier otro sitio, hay a gente a quien le gusta llamar la atención y aparentar lo que no es y a quién, por el contrario, lo que le gusta es pasar desapercibido. Y así nos encontramos con muchos chalets pintados de colores chillones, que aunque sus propietarios no tienen el capital suficiente para vestir su casa de piedra, o hacer las escaleras de mármol, no renuncian, por ello, a llamar la atención. El resultado es que el Barrio Nuevo de San Lorenzo parece más un catálogo de pinturas que un barrio de pueblo castellano, cualquiera diría que estamos en un pueblo turístico de la costa.
La carretera de San Lorenzo es estrecha, llena de curvas y con el asfalto levantado. Por las cunetas corre el agua de las últimas lluvias y en algunos lugares salta la calzada. La Mantovani conduce con precaución. Las encinas, y los robles que todavía mantienen las hojas secas aguantando sobre las ramas, ocultan el pueblo. Daniel a lo lejos localiza el campanario de la iglesia, pero es sólo un momento por que enseguida la carretera hace otra curva y el pueblo vuelve a esconderse entre los árboles. Hasta que no están a las mismas puertas del pueblo no vuelven a verlo. Se entra por las eras nuevas, en donde dos porterías sin redes limitan un campo de fútbol en el que pasta un rebaño de ovejas. La carretera al pasar por el pueblo recibe el nombre de calle Larga, como se puede leer en una placa colocada a su inicio. No siempre se ha llamado así. Debajo de la placa con el nombre de la calle, hay otra placa mucho más vieja y que el dueño de la casa en la que está puesta ha utilizado para tapar un agujero en la fachada. La placa aunque un poco borrosa por el óxido y el paso del tiempo todavía puede leerse; “Avenida del Generalísimo”. “Mucho mejor el nuevo nombre”, pensó Daniel.
La calle Larga les llevó hasta la plaza. La Mantovani aparcó junto al bar, al lado de un tractor.
- Baja y pregunta por Marisa, que es la que tiene las llaves- ordenó La Mantovani.
El bar estaba atendido por un hombre calvo y tripa cervecera y la clientela estaba formada por un hombre mirando al televisor y cuatro viejos sentados en torno a una mesa camilla, con las piernas tapadas con las faldillas y jugando a las cartas. Al entrar Daniel todos los ojos se dirigieron hacia él.
- Buenas tardes.
- Buenas tardes- contestó el hombre de detrás de la barra.
- ¿Está Marisa?
Los viejetes dejaron la partida, el hombre de la televisión quitó el diario de Patricia y el camarero abandonó la lectura del periódico. A partir de ese momento comenzaron las explicaciones, preguntas y presentaciones. Todos saben que Daniel es el que viene a restaurar a San Lorenzo y conocen tantos detalles sobre él y sobre la Mantovani, que Daniel pensó que deben tener contacto con la CIA. El hombre de la televisión resultó ser Porfirio y es el Alcalde del pueblo. Los jugadores de cartas también se presentaron pero Daniel no se quedó con sus nombres. El camarero, Pepe, llamó a su mujer para que saliese:
- Marisa, sal ya están aquí.
La tal Marisa resultó ser una mujer bajita, simpática, dicharachera y muy habladora.
- Voy a por las llaves- dijo.
Regresó al momento y salieron a la calle. La Mantovani, había salido del coche y estaba a punto de entra en el bar.
- ¿Por qué tardas tanto?, ya estaba cansada de esperar - regañó a Daniel.
La Mantovani ya puede irse acostumbrando a que en este pueblo el tiempo tiene otro ritmo diferente, las cosas se hacen despacio, con parsimonia; no es como en la ciudad en que hay una agenda que cumplir, en que el tiempo está medido y si no te aplicas no llegas a la próxima cita. Aquí se trata de lo contrario, hay que hacer las cosas despacio para que cundan más y así llenen las horas del día. Si vas a por el pan hay que entretenerse con el panadero o con los clientes, comentando cualquier insignificancia. Si te encuentras con un vecino te paras a hablar, si vas al huerto sólo coges los tomates de hoy porque así mañana tienes que volver y engorras más el tiempo.
Para ir a la casa rural desde el bar sólo hay que cruzar la plaza y caminar unos metros, así que Marisa señaló a La Mantovani donde estaba, para que fuese con el coche y Daniel y ella se fueron andando.
- ¡Tiene poca paciencia!- dijo Marisa refiriéndose a La Mantovani.
- Ninguna- dijo Daniel.
Se pusieron a la tarea de bajar el equipaje del coche y entrarlo en la casa rural. No era tarea pequeña. Cuando Daniel se dispuso a bajar su maleta, la Mantovani se le quedó mirando como si fuese un loco haciendo surcos en el agua.
- ¿Qué haces?- preguntó.
- Bajar mis cosas.
- Tú no te quedas aquí, esto es muy pequeño para los dos- dijo la bruja- ¿no te lo había dicho ya?
- No.
- ¡Ah!, tengo tantas cosas en la cabeza.
Marisa observaba la escena alucinada. Cuando terminaron de meter las cosas de la Mantovani, ésta dijo:
- Gracias. Marisa te llevará a tu casa. Mañana nos vemos.
Cerró la puerta. Menos mal que Marisa estaba allí, si no Daniel se hubiese vuelto a casa en ese mismo momento.
- No te preocupes, vas a estar muy bien. Los belgas son encantadores y su casa está muy bien. Vamos.
El camino desde la casa rural hasta la casa de los belgas es corto, pero complicado, pues para aguantar más, Marisa lo llevó por una calleja sin luz y sin asfaltar, que con las últimas lluvias estaba llena de charcos. Salieron a una plaza con un abrevadero en medio. La casa de los belgas está a las afueras del pueblo, la parte delantera da a la plaza del caño y la de atrás al monte. Es una casa antigua de dos plantas y se nota que los que la han restaurado tienen buen gusto. A Daniel le gustó. Pensó que al final ha tenido suerte, porque se ha librado de la Mantovani, “ahora sólo falta que los belgas, de los que habla Marisa sean agradables”.
La casa de los belgas, o casa del cura, como la conocen los del pueblo, porque antiguamente era la residencia de los sacerdotes, es de dos plantas, con fachada de piedra, ventanas pequeñas y un balcón a la calle con la barandilla de forja. Junto a la casa hay un patio empedrado, al que se entra desde la calle por un portón grande de madera. Una escalera de piedra adosada a la pared de la casa conduce al piso superior y por otra puerta se llega a la cocina del piso de abajo. Los belgas que compraron la casa cuando llevaba mucho tiempo abandonada y la arreglaron ellos mismos, son una pareja de artistas, pero no de artistas de la farándula, sino de artistas serios. Ellos son artistas plásticos. En realidad solo María, la belga, es de Bélgica. Su marido es de la parte de Guadalajara, y se llama Tomás Alcocer López. Para los que tengan interés en su obra o quieran visitar alguna de sus exposiciones que sepan que firma como Alcocer.
Maria es artista visual, pero como aquí nadie sabe lo que es eso ella dice para ponerlo fácil que es escultora. Actualmente su proyecto – que es como ahora llaman los artistas a su trabajo- consiste en crear objetos nuevos a partir de cosas de uso cotidiano. “Se trata de estudiar la esencia de las cosas que nos rodean y transformarlas, cortando, pegando, añadiendo o quitando partes y combinándolas con otros objetos para crear algo nuevo que tendría una existencia sin utilidad real o aparente y que nos llevaría a plantearnos de nuevo la cuestión de cuál es su esencia”. Daniel no entendió nada, y eso que Maria, la belga habla un castellano perfecto, con poco acento y vocalizando bien, justo lo contrario que su marido que a pesar de ser español no se le entiende ni torta cuando habla.
Maria acompañó a Daniel al estudio para mostrarle una pieza. Resultó ser una percha de alambre oxidada, doblada de una forma imposible, de la que colgaba el asa de una espumadera, un sujetador rojo con encajes negros y unos engranajes de acero unidos por algo como imanes o rodamientos, -que Daniel no supo que eran- dispuestos en forma rebuscada como si fuesen el mecanismo de algo.
La disciplina de Alcocer es también la escultura, pero lo que hace y como lo explica es la antítesis de su mujer. Si María es extrovertida, hace esculturas abstractas, pequeñas y se explica con claridad y con gracia; su marido es naturalista, hace piezas grandes y es un poco soso; si de algo se enteró Daniel es porque se lo explicó Maria. Alcocer lleva varios años con el mismo proyecto. Consiste en hacer sepulcros como los que hay en las catedrales de reyes y papas, pero con representaciones de escenas actuales, lo que según él supone un contraste que descoloca al espectador. El proyecto pensaba completarlo haciendo una capilla completa, de tal manera que en la sala en que se realice la instalación el público se encontrará con una espacio que le recordará a las iglesias y catedrales de los siglos XV o XVI con todos sus ornamentos, altar y sepulcros, pero con motivos y representaciones del siglo XXI.
- Creo que deberíamos dejar que el chico descanse, y se instale. Ya tendremos tiempo más tarde de explicarle nuestro trabajo. Dijo María interrumpiendo a su marido.
- Tienes razón- dijo Alcocer.
El matrimonio acompañó a Daniel a la planta de arriba donde estaba su cuarto. No era muy grande pero le gustó porque dispone de un aseo propio y sobre todo porque tenía dos ventanas, una daba al corral y al patio de la casa vecina y la otra al monte. El día comenzó mal, con las tonterías y desplantes de la Mantovani, pero “la cosa se va arreglando”, pensó Daniel, “no tengo que aguantar a la bruja, lo que es un mejora sustancial, y estos belgas son la leche”.
- ¿Por qué dais alojamiento en vuestra casa?- preguntó Daniel.
- No lo hacemos- dijo Alcocer.
Como Daniel puso cara de no entender, María completó la escueta respuesta de su marido, como otras muchas veces le vería hacer en los meses siguientes.
- Es la primera vez que tenemos un huésped que no sea un amigo o un familiar, pero cuando Marisa, la del bar, nos contó que había alquilado la casa rural a los restauradores del retablo, pero que necesitaría una habitación para otra persona, nosotros pensamos que ser interesante alojar a alguien que no es del pueblo y romper monotonía.
- Espero no defraudaros.
Después de colocar sus cosas y descansar un rato, Daniel bajó a la cocina a comer algo. Cuando estaba terminando entró Maria en la cocina para decirle que le esperaban en el salón para tomar un café. Estuvieron los tres un rato charlando sobre como era el pueblo, sobre su gente, y Daniel aprovechó para preguntar por qué eligieron San Lorenzo para vivir.
- Nos gustó- dijo el belga.
- Queríamos venir a vivir a España, a un lugar tranquilo, lo más lejos posible de los círculos de artistas. Visitamos muchos pueblos antes de decidirnos por este, dijo la belga.
- Nos gustó la casa.
- ¿Por qué no le enseñas a Daniel las diapositivas de la instalación?
- ¿Quieres verlas?- preguntó Alcocer.
- Me encantaría, respondió Daniel.
Las diapositivas estaban hechas en un hangar, un almacén o lo que fuese aquel local inmenso, en el que se veía un batiburrillo de botes de pintura y de objetos colocados en estanterías que llenaban las paredes y que solo dejaban libres los huecos de unas ventanas grandes por los que entraba una luz cenicienta.
- Es el taller de Amberes donde fabrican las piezas.
En un lateral estaban las esculturas de Alcocer. Las primeras diapositivas eran las del sepulcro de los reyes. Era de resina blanca, con los monarcas yacentes, las cabezas apoyadas sobre cojines, y con las manos cruzadas sobre el pecho. El rey vestía un traje de gala, con una cinta cruzando el pecho y medallas con forma de estrella de muchas puntas sobre el corazón. En los altorrelieves de los laterales del sepulcro se reproducían varias escenas de la vida de los personajes. En un lateral el rey navegaba en un velero, en el otro la reina abrazaba a un mujer con lágrimas en los ojos rodeada de otras personas que por sus gestos y actitud también estaban llorando y en el frente del sepulcro se reproducían dos escenas una al lado de otra; en la primera un hombre de uniforme, bigote y tricornio estaba subido en un estrado, con el brazo levantado y una pistola en su puño; en la segunda se veía al rey, de frente enmarcado por algo que representaba una televisión.
En el segundo sepulcro se representaba a unos príncipes. El con unas orejas descomunales que casi tapaban a la princesa acostada a su lado. La princesa es muy guapa, lleva un vestido largo y una diadema en la cabeza. Las escenas representadas son tres: en la primera se representa el día de la boda de los príncipes que pasean en una carroza por las calles de una ciudad aclamados por sus súbditos, la segunda es una escena campestre en la que el príncipe está rodeado de árboles y huertas, en la tercera y última unas motos perseguían a un coche que estaba a punto de chocarse con una columna.
El tercer sepulcro es de color negro. El personaje lleva el uniforme de un General. Las tres escenas representadas son: una en la que unos aviones están a punto de estrellarse contra un rascacielos, otra en la que unos barcos y aviones lanzan misiles y bombas sobre una ciudad y en la última, un hombre de bigote colgaba de una soga.
De la observación de la obra del belga se pueden sacar dos conclusiones; la primera que Alcocer es un gran artista y la segunda que la gente con bigote es peligrosa.
CAPITULO II
San Lorenzo del Valle hace honor a su nombre y apellido. Al nombre por la iglesia y el patrón que procesionan por las fiestas y al apellido por el valle del río Ranillas que es donde se asienta.
Es un pueblo no apto para la lírica ni para la épica, por lo menos en su parte vieja, pues San Lorenzo tiene un Barrio Viejo donde viven los del pueblo de toda la vida y un Barrio Nuevo donde viven los veraneantes de toda la vida, es decir; los que se fueron del pueblo de jóvenes y regresan cada verano, para las fiestas, antes con sus hijos y ahora con sus nietos.
El Barrio Viejo, o el de abajo como otros lo llaman es una colección de casas y corrales desvencijados, amenazando ruina y llenos de remiendos. Parece como si el pueblo se hubiese construido todo de una vez, en una época remota, sin duda más próspera y desde entonces la única tarea realizada por sus habitantes haya sido la de poner parches a su deterioro. Parches y más parches en paredes, puertas, ventanas y tejados algunos con tanta solera que ya hay parches sobre los parches. Las casas son de piedra y adobe, con su esqueleto de madera y los remiendos son de todos los materiales imaginables; ladrillos, bloques, chapas, neumáticos, latas o cualquier otro que resista al agua y al viento. Parece que las puertas y ventanas se han llevado la peor parte; en unas faltan cristales o están rotos, en otras una lata de sardinas del año 54 tapa un agujero; los cuarterones y los marcos están torcidos, con la madera carcomida y podrida por la humedad. Muchas casas tienen las puertas y ventanas tapiadas con ladrillos.
El pueblo se organiza en torno a la carretera, que lo divide en dos mitades. A un lado queda la plaza donde está el Ayuntamiento y un edificio nuevo que se utiliza como consultorio médico. En la plaza las casas están restauradas o por lo menos se mantienen en un estado aceptable; en una esquina hay un bar con la fachada de color de rojo y en la esquina opuesta una panadería pintada de blanco.
A la salida del pueblo, después de una curva de la carretera, en lo que eran las antiguas eras, está el Barrio Nuevo; formado por chalets con jardín en la parte delantera y huerto en la trasera, que son el fiel reflejo de la personalidad de sus propietarios. Los hay grandes con fachada de cantería, y columnas en el porche para hacernos saber que a su propietario le han ido bien las cosas; y los hay pequeños y modestos, que no todos los que salieron del pueblo han tenido el mismo éxito. De todas formas nos equivocaríamos si como método para saber a quién le ha ido bien y a quién le ha ido mal, quién a triunfado y quien no tanto, utilizásemos el tamaño de su casa, pues en San Lorenzo, como en cualquier otro sitio, hay a gente a quien le gusta llamar la atención y aparentar lo que no es y a quién, por el contrario, lo que le gusta es pasar desapercibido. Y así nos encontramos con muchos chalets pintados de colores chillones, que aunque sus propietarios no tienen el capital suficiente para vestir su casa de piedra, o hacer las escaleras de mármol, no renuncian, por ello, a llamar la atención. El resultado es que el Barrio Nuevo de San Lorenzo parece más un catálogo de pinturas que un barrio de pueblo castellano, cualquiera diría que estamos en un pueblo turístico de la costa.
La carretera de San Lorenzo es estrecha, llena de curvas y con el asfalto levantado. Por las cunetas corre el agua de las últimas lluvias y en algunos lugares salta la calzada. La Mantovani conduce con precaución. Las encinas, y los robles que todavía mantienen las hojas secas aguantando sobre las ramas, ocultan el pueblo. Daniel a lo lejos localiza el campanario de la iglesia, pero es sólo un momento por que enseguida la carretera hace otra curva y el pueblo vuelve a esconderse entre los árboles. Hasta que no están a las mismas puertas del pueblo no vuelven a verlo. Se entra por las eras nuevas, en donde dos porterías sin redes limitan un campo de fútbol en el que pasta un rebaño de ovejas. La carretera al pasar por el pueblo recibe el nombre de calle Larga, como se puede leer en una placa colocada a su inicio. No siempre se ha llamado así. Debajo de la placa con el nombre de la calle, hay otra placa mucho más vieja y que el dueño de la casa en la que está puesta ha utilizado para tapar un agujero en la fachada. La placa aunque un poco borrosa por el óxido y el paso del tiempo todavía puede leerse; “Avenida del Generalísimo”. “Mucho mejor el nuevo nombre”, pensó Daniel.
La calle Larga les llevó hasta la plaza. La Mantovani aparcó junto al bar, al lado de un tractor.
- Baja y pregunta por Marisa, que es la que tiene las llaves- ordenó La Mantovani.
El bar estaba atendido por un hombre calvo y tripa cervecera y la clientela estaba formada por un hombre mirando al televisor y cuatro viejos sentados en torno a una mesa camilla, con las piernas tapadas con las faldillas y jugando a las cartas. Al entrar Daniel todos los ojos se dirigieron hacia él.
- Buenas tardes.
- Buenas tardes- contestó el hombre de detrás de la barra.
- ¿Está Marisa?
Los viejetes dejaron la partida, el hombre de la televisión quitó el diario de Patricia y el camarero abandonó la lectura del periódico. A partir de ese momento comenzaron las explicaciones, preguntas y presentaciones. Todos saben que Daniel es el que viene a restaurar a San Lorenzo y conocen tantos detalles sobre él y sobre la Mantovani, que Daniel pensó que deben tener contacto con la CIA. El hombre de la televisión resultó ser Porfirio y es el Alcalde del pueblo. Los jugadores de cartas también se presentaron pero Daniel no se quedó con sus nombres. El camarero, Pepe, llamó a su mujer para que saliese:
- Marisa, sal ya están aquí.
La tal Marisa resultó ser una mujer bajita, simpática, dicharachera y muy habladora.
- Voy a por las llaves- dijo.
Regresó al momento y salieron a la calle. La Mantovani, había salido del coche y estaba a punto de entra en el bar.
- ¿Por qué tardas tanto?, ya estaba cansada de esperar - regañó a Daniel.
La Mantovani ya puede irse acostumbrando a que en este pueblo el tiempo tiene otro ritmo diferente, las cosas se hacen despacio, con parsimonia; no es como en la ciudad en que hay una agenda que cumplir, en que el tiempo está medido y si no te aplicas no llegas a la próxima cita. Aquí se trata de lo contrario, hay que hacer las cosas despacio para que cundan más y así llenen las horas del día. Si vas a por el pan hay que entretenerse con el panadero o con los clientes, comentando cualquier insignificancia. Si te encuentras con un vecino te paras a hablar, si vas al huerto sólo coges los tomates de hoy porque así mañana tienes que volver y engorras más el tiempo.
Para ir a la casa rural desde el bar sólo hay que cruzar la plaza y caminar unos metros, así que Marisa señaló a La Mantovani donde estaba, para que fuese con el coche y Daniel y ella se fueron andando.
- ¡Tiene poca paciencia!- dijo Marisa refiriéndose a La Mantovani.
- Ninguna- dijo Daniel.
Se pusieron a la tarea de bajar el equipaje del coche y entrarlo en la casa rural. No era tarea pequeña. Cuando Daniel se dispuso a bajar su maleta, la Mantovani se le quedó mirando como si fuese un loco haciendo surcos en el agua.
- ¿Qué haces?- preguntó.
- Bajar mis cosas.
- Tú no te quedas aquí, esto es muy pequeño para los dos- dijo la bruja- ¿no te lo había dicho ya?
- No.
- ¡Ah!, tengo tantas cosas en la cabeza.
Marisa observaba la escena alucinada. Cuando terminaron de meter las cosas de la Mantovani, ésta dijo:
- Gracias. Marisa te llevará a tu casa. Mañana nos vemos.
Cerró la puerta. Menos mal que Marisa estaba allí, si no Daniel se hubiese vuelto a casa en ese mismo momento.
- No te preocupes, vas a estar muy bien. Los belgas son encantadores y su casa está muy bien. Vamos.
El camino desde la casa rural hasta la casa de los belgas es corto, pero complicado, pues para aguantar más, Marisa lo llevó por una calleja sin luz y sin asfaltar, que con las últimas lluvias estaba llena de charcos. Salieron a una plaza con un abrevadero en medio. La casa de los belgas está a las afueras del pueblo, la parte delantera da a la plaza del caño y la de atrás al monte. Es una casa antigua de dos plantas y se nota que los que la han restaurado tienen buen gusto. A Daniel le gustó. Pensó que al final ha tenido suerte, porque se ha librado de la Mantovani, “ahora sólo falta que los belgas, de los que habla Marisa sean agradables”.
La casa de los belgas, o casa del cura, como la conocen los del pueblo, porque antiguamente era la residencia de los sacerdotes, es de dos plantas, con fachada de piedra, ventanas pequeñas y un balcón a la calle con la barandilla de forja. Junto a la casa hay un patio empedrado, al que se entra desde la calle por un portón grande de madera. Una escalera de piedra adosada a la pared de la casa conduce al piso superior y por otra puerta se llega a la cocina del piso de abajo. Los belgas que compraron la casa cuando llevaba mucho tiempo abandonada y la arreglaron ellos mismos, son una pareja de artistas, pero no de artistas de la farándula, sino de artistas serios. Ellos son artistas plásticos. En realidad solo María, la belga, es de Bélgica. Su marido es de la parte de Guadalajara, y se llama Tomás Alcocer López. Para los que tengan interés en su obra o quieran visitar alguna de sus exposiciones que sepan que firma como Alcocer.
Maria es artista visual, pero como aquí nadie sabe lo que es eso ella dice para ponerlo fácil que es escultora. Actualmente su proyecto – que es como ahora llaman los artistas a su trabajo- consiste en crear objetos nuevos a partir de cosas de uso cotidiano. “Se trata de estudiar la esencia de las cosas que nos rodean y transformarlas, cortando, pegando, añadiendo o quitando partes y combinándolas con otros objetos para crear algo nuevo que tendría una existencia sin utilidad real o aparente y que nos llevaría a plantearnos de nuevo la cuestión de cuál es su esencia”. Daniel no entendió nada, y eso que Maria, la belga habla un castellano perfecto, con poco acento y vocalizando bien, justo lo contrario que su marido que a pesar de ser español no se le entiende ni torta cuando habla.
Maria acompañó a Daniel al estudio para mostrarle una pieza. Resultó ser una percha de alambre oxidada, doblada de una forma imposible, de la que colgaba el asa de una espumadera, un sujetador rojo con encajes negros y unos engranajes de acero unidos por algo como imanes o rodamientos, -que Daniel no supo que eran- dispuestos en forma rebuscada como si fuesen el mecanismo de algo.
La disciplina de Alcocer es también la escultura, pero lo que hace y como lo explica es la antítesis de su mujer. Si María es extrovertida, hace esculturas abstractas, pequeñas y se explica con claridad y con gracia; su marido es naturalista, hace piezas grandes y es un poco soso; si de algo se enteró Daniel es porque se lo explicó Maria. Alcocer lleva varios años con el mismo proyecto. Consiste en hacer sepulcros como los que hay en las catedrales de reyes y papas, pero con representaciones de escenas actuales, lo que según él supone un contraste que descoloca al espectador. El proyecto pensaba completarlo haciendo una capilla completa, de tal manera que en la sala en que se realice la instalación el público se encontrará con una espacio que le recordará a las iglesias y catedrales de los siglos XV o XVI con todos sus ornamentos, altar y sepulcros, pero con motivos y representaciones del siglo XXI.
- Creo que deberíamos dejar que el chico descanse, y se instale. Ya tendremos tiempo más tarde de explicarle nuestro trabajo. Dijo María interrumpiendo a su marido.
- Tienes razón- dijo Alcocer.
El matrimonio acompañó a Daniel a la planta de arriba donde estaba su cuarto. No era muy grande pero le gustó porque dispone de un aseo propio y sobre todo porque tenía dos ventanas, una daba al corral y al patio de la casa vecina y la otra al monte. El día comenzó mal, con las tonterías y desplantes de la Mantovani, pero “la cosa se va arreglando”, pensó Daniel, “no tengo que aguantar a la bruja, lo que es un mejora sustancial, y estos belgas son la leche”.
- ¿Por qué dais alojamiento en vuestra casa?- preguntó Daniel.
- No lo hacemos- dijo Alcocer.
Como Daniel puso cara de no entender, María completó la escueta respuesta de su marido, como otras muchas veces le vería hacer en los meses siguientes.
- Es la primera vez que tenemos un huésped que no sea un amigo o un familiar, pero cuando Marisa, la del bar, nos contó que había alquilado la casa rural a los restauradores del retablo, pero que necesitaría una habitación para otra persona, nosotros pensamos que ser interesante alojar a alguien que no es del pueblo y romper monotonía.
- Espero no defraudaros.
Después de colocar sus cosas y descansar un rato, Daniel bajó a la cocina a comer algo. Cuando estaba terminando entró Maria en la cocina para decirle que le esperaban en el salón para tomar un café. Estuvieron los tres un rato charlando sobre como era el pueblo, sobre su gente, y Daniel aprovechó para preguntar por qué eligieron San Lorenzo para vivir.
- Nos gustó- dijo el belga.
- Queríamos venir a vivir a España, a un lugar tranquilo, lo más lejos posible de los círculos de artistas. Visitamos muchos pueblos antes de decidirnos por este, dijo la belga.
- Nos gustó la casa.
- ¿Por qué no le enseñas a Daniel las diapositivas de la instalación?
- ¿Quieres verlas?- preguntó Alcocer.
- Me encantaría, respondió Daniel.
Las diapositivas estaban hechas en un hangar, un almacén o lo que fuese aquel local inmenso, en el que se veía un batiburrillo de botes de pintura y de objetos colocados en estanterías que llenaban las paredes y que solo dejaban libres los huecos de unas ventanas grandes por los que entraba una luz cenicienta.
- Es el taller de Amberes donde fabrican las piezas.
En un lateral estaban las esculturas de Alcocer. Las primeras diapositivas eran las del sepulcro de los reyes. Era de resina blanca, con los monarcas yacentes, las cabezas apoyadas sobre cojines, y con las manos cruzadas sobre el pecho. El rey vestía un traje de gala, con una cinta cruzando el pecho y medallas con forma de estrella de muchas puntas sobre el corazón. En los altorrelieves de los laterales del sepulcro se reproducían varias escenas de la vida de los personajes. En un lateral el rey navegaba en un velero, en el otro la reina abrazaba a un mujer con lágrimas en los ojos rodeada de otras personas que por sus gestos y actitud también estaban llorando y en el frente del sepulcro se reproducían dos escenas una al lado de otra; en la primera un hombre de uniforme, bigote y tricornio estaba subido en un estrado, con el brazo levantado y una pistola en su puño; en la segunda se veía al rey, de frente enmarcado por algo que representaba una televisión.
En el segundo sepulcro se representaba a unos príncipes. El con unas orejas descomunales que casi tapaban a la princesa acostada a su lado. La princesa es muy guapa, lleva un vestido largo y una diadema en la cabeza. Las escenas representadas son tres: en la primera se representa el día de la boda de los príncipes que pasean en una carroza por las calles de una ciudad aclamados por sus súbditos, la segunda es una escena campestre en la que el príncipe está rodeado de árboles y huertas, en la tercera y última unas motos perseguían a un coche que estaba a punto de chocarse con una columna.
El tercer sepulcro es de color negro. El personaje lleva el uniforme de un General. Las tres escenas representadas son: una en la que unos aviones están a punto de estrellarse contra un rascacielos, otra en la que unos barcos y aviones lanzan misiles y bombas sobre una ciudad y en la última, un hombre de bigote colgaba de una soga.
De la observación de la obra del belga se pueden sacar dos conclusiones; la primera que Alcocer es un gran artista y la segunda que la gente con bigote es peligrosa.
CAPITULO II
San Lorenzo del Valle hace honor a su nombre y apellido. Al nombre por la iglesia y el patrón que procesionan por las fiestas y al apellido por el valle del río Ranillas que es donde se asienta.
Es un pueblo no apto para la lírica ni para la épica, por lo menos en su parte vieja, pues San Lorenzo tiene un Barrio Viejo donde viven los del pueblo de toda la vida y un Barrio Nuevo donde viven los veraneantes de toda la vida, es decir; los que se fueron del pueblo de jóvenes y regresan cada verano, para las fiestas, antes con sus hijos y ahora con sus nietos.
El Barrio Viejo, o el de abajo como otros lo llaman es una colección de casas y corrales desvencijados, amenazando ruina y llenos de remiendos. Parece como si el pueblo se hubiese construido todo de una vez, en una época remota, sin duda más próspera y desde entonces la única tarea realizada por sus habitantes haya sido la de poner parches a su deterioro. Parches y más parches en paredes, puertas, ventanas y tejados algunos con tanta solera que ya hay parches sobre los parches. Las casas son de piedra y adobe, con su esqueleto de madera y los remiendos son de todos los materiales imaginables; ladrillos, bloques, chapas, neumáticos, latas o cualquier otro que resista al agua y al viento. Parece que las puertas y ventanas se han llevado la peor parte; en unas faltan cristales o están rotos, en otras una lata de sardinas del año 54 tapa un agujero; los cuarterones y los marcos están torcidos, con la madera carcomida y podrida por la humedad. Muchas casas tienen las puertas y ventanas tapiadas con ladrillos.
El pueblo se organiza en torno a la carretera, que lo divide en dos mitades. A un lado queda la plaza donde está el Ayuntamiento y un edificio nuevo que se utiliza como consultorio médico. En la plaza las casas están restauradas o por lo menos se mantienen en un estado aceptable; en una esquina hay un bar con la fachada de color de rojo y en la esquina opuesta una panadería pintada de blanco.
A la salida del pueblo, después de una curva de la carretera, en lo que eran las antiguas eras, está el Barrio Nuevo; formado por chalets con jardín en la parte delantera y huerto en la trasera, que son el fiel reflejo de la personalidad de sus propietarios. Los hay grandes con fachada de cantería, y columnas en el porche para hacernos saber que a su propietario le han ido bien las cosas; y los hay pequeños y modestos, que no todos los que salieron del pueblo han tenido el mismo éxito. De todas formas nos equivocaríamos si como método para saber a quién le ha ido bien y a quién le ha ido mal, quién a triunfado y quien no tanto, utilizásemos el tamaño de su casa, pues en San Lorenzo, como en cualquier otro sitio, hay a gente a quien le gusta llamar la atención y aparentar lo que no es y a quién, por el contrario, lo que le gusta es pasar desapercibido. Y así nos encontramos con muchos chalets pintados de colores chillones, que aunque sus propietarios no tienen el capital suficiente para vestir su casa de piedra, o hacer las escaleras de mármol, no renuncian, por ello, a llamar la atención. El resultado es que el Barrio Nuevo de San Lorenzo parece más un catálogo de pinturas que un barrio de pueblo castellano, cualquiera diría que estamos en un pueblo turístico de la costa.
La carretera de San Lorenzo es estrecha, llena de curvas y con el asfalto levantado. Por las cunetas corre el agua de las últimas lluvias y en algunos lugares salta la calzada. La Mantovani conduce con precaución. Las encinas, y los robles que todavía mantienen las hojas secas aguantando sobre las ramas, ocultan el pueblo. Daniel a lo lejos localiza el campanario de la iglesia, pero es sólo un momento por que enseguida la carretera hace otra curva y el pueblo vuelve a esconderse entre los árboles. Hasta que no están a las mismas puertas del pueblo no vuelven a verlo. Se entra por las eras nuevas, en donde dos porterías sin redes limitan un campo de fútbol en el que pasta un rebaño de ovejas. La carretera al pasar por el pueblo recibe el nombre de calle Larga, como se puede leer en una placa colocada a su inicio. No siempre se ha llamado así. Debajo de la placa con el nombre de la calle, hay otra placa mucho más vieja y que el dueño de la casa en la que está puesta ha utilizado para tapar un agujero en la fachada. La placa aunque un poco borrosa por el óxido y el paso del tiempo todavía puede leerse; “Avenida del Generalísimo”. “Mucho mejor el nuevo nombre”, pensó Daniel.
La calle Larga les llevó hasta la plaza. La Mantovani aparcó junto al bar, al lado de un tractor.
- Baja y pregunta por Marisa, que es la que tiene las llaves- ordenó La Mantovani.
El bar estaba atendido por un hombre calvo y tripa cervecera y la clientela estaba formada por un hombre mirando al televisor y cuatro viejos sentados en torno a una mesa camilla, con las piernas tapadas con las faldillas y jugando a las cartas. Al entrar Daniel todos los ojos se dirigieron hacia él.
- Buenas tardes.
- Buenas tardes- contestó el hombre de detrás de la barra.
- ¿Está Marisa?
Los viejetes dejaron la partida, el hombre de la televisión quitó el diario de Patricia y el camarero abandonó la lectura del periódico. A partir de ese momento comenzaron las explicaciones, preguntas y presentaciones. Todos saben que Daniel es el que viene a restaurar a San Lorenzo y conocen tantos detalles sobre él y sobre la Mantovani, que Daniel pensó que deben tener contacto con la CIA. El hombre de la televisión resultó ser Porfirio y es el Alcalde del pueblo. Los jugadores de cartas también se presentaron pero Daniel no se quedó con sus nombres. El camarero, Pepe, llamó a su mujer para que saliese:
- Marisa, sal ya están aquí.
La tal Marisa resultó ser una mujer bajita, simpática, dicharachera y muy habladora.
- Voy a por las llaves- dijo.
Regresó al momento y salieron a la calle. La Mantovani, había salido del coche y estaba a punto de entra en el bar.
- ¿Por qué tardas tanto?, ya estaba cansada de esperar - regañó a Daniel.
La Mantovani ya puede irse acostumbrando a que en este pueblo el tiempo tiene otro ritmo diferente, las cosas se hacen despacio, con parsimonia; no es como en la ciudad en que hay una agenda que cumplir, en que el tiempo está medido y si no te aplicas no llegas a la próxima cita. Aquí se trata de lo contrario, hay que hacer las cosas despacio para que cundan más y así llenen las horas del día. Si vas a por el pan hay que entretenerse con el panadero o con los clientes, comentando cualquier insignificancia. Si te encuentras con un vecino te paras a hablar, si vas al huerto sólo coges los tomates de hoy porque así mañana tienes que volver y engorras más el tiempo.
Para ir a la casa rural desde el bar sólo hay que cruzar la plaza y caminar unos metros, así que Marisa señaló a La Mantovani donde estaba, para que fuese con el coche y Daniel y ella se fueron andando.
- ¡Tiene poca paciencia!- dijo Marisa refiriéndose a La Mantovani.
- Ninguna- dijo Daniel.
Se pusieron a la tarea de bajar el equipaje del coche y entrarlo en la casa rural. No era tarea pequeña. Cuando Daniel se dispuso a bajar su maleta, la Mantovani se le quedó mirando como si fuese un loco haciendo surcos en el agua.
- ¿Qué haces?- preguntó.
- Bajar mis cosas.
- Tú no te quedas aquí, esto es muy pequeño para los dos- dijo la bruja- ¿no te lo había dicho ya?
- No.
- ¡Ah!, tengo tantas cosas en la cabeza.
Marisa observaba la escena alucinada. Cuando terminaron de meter las cosas de la Mantovani, ésta dijo:
- Gracias. Marisa te llevará a tu casa. Mañana nos vemos.
Cerró la puerta. Menos mal que Marisa estaba allí, si no Daniel se hubiese vuelto a casa en ese mismo momento.
- No te preocupes, vas a estar muy bien. Los belgas son encantadores y su casa está muy bien. Vamos.
El camino desde la casa rural hasta la casa de los belgas es corto, pero complicado, pues para aguantar más, Marisa lo llevó por una calleja sin luz y sin asfaltar, que con las últimas lluvias estaba llena de charcos. Salieron a una plaza con un abrevadero en medio. La casa de los belgas está a las afueras del pueblo, la parte delantera da a la plaza del caño y la de atrás al monte. Es una casa antigua de dos plantas y se nota que los que la han restaurado tienen buen gusto. A Daniel le gustó. Pensó que al final ha tenido suerte, porque se ha librado de la Mantovani, “ahora sólo falta que los belgas, de los que habla Marisa sean agradables”.
La casa de los belgas, o casa del cura, como la conocen los del pueblo, porque antiguamente era la residencia de los sacerdotes, es de dos plantas, con fachada de piedra, ventanas pequeñas y un balcón a la calle con la barandilla de forja. Junto a la casa hay un patio empedrado, al que se entra desde la calle por un portón grande de madera. Una escalera de piedra adosada a la pared de la casa conduce al piso superior y por otra puerta se llega a la cocina del piso de abajo. Los belgas que compraron la casa cuando llevaba mucho tiempo abandonada y la arreglaron ellos mismos, son una pareja de artistas, pero no de artistas de la farándula, sino de artistas serios. Ellos son artistas plásticos. En realidad solo María, la belga, es de Bélgica. Su marido es de la parte de Guadalajara, y se llama Tomás Alcocer López. Para los que tengan interés en su obra o quieran visitar alguna de sus exposiciones que sepan que firma como Alcocer.
Maria es artista visual, pero como aquí nadie sabe lo que es eso ella dice para ponerlo fácil que es escultora. Actualmente su proyecto – que es como ahora llaman los artistas a su trabajo- consiste en crear objetos nuevos a partir de cosas de uso cotidiano. “Se trata de estudiar la esencia de las cosas que nos rodean y transformarlas, cortando, pegando, añadiendo o quitando partes y combinándolas con otros objetos para crear algo nuevo que tendría una existencia sin utilidad real o aparente y que nos llevaría a plantearnos de nuevo la cuestión de cuál es su esencia”. Daniel no entendió nada, y eso que Maria, la belga habla un castellano perfecto, con poco acento y vocalizando bien, justo lo contrario que su marido que a pesar de ser español no se le entiende ni torta cuando habla.
Maria acompañó a Daniel al estudio para mostrarle una pieza. Resultó ser una percha de alambre oxidada, doblada de una forma imposible, de la que colgaba el asa de una espumadera, un sujetador rojo con encajes negros y unos engranajes de acero unidos por algo como imanes o rodamientos, -que Daniel no supo que eran- dispuestos en forma rebuscada como si fuesen el mecanismo de algo.
La disciplina de Alcocer es también la escultura, pero lo que hace y como lo explica es la antítesis de su mujer. Si María es extrovertida, hace esculturas abstractas, pequeñas y se explica con claridad y con gracia; su marido es naturalista, hace piezas grandes y es un poco soso; si de algo se enteró Daniel es porque se lo explicó Maria. Alcocer lleva varios años con el mismo proyecto. Consiste en hacer sepulcros como los que hay en las catedrales de reyes y papas, pero con representaciones de escenas actuales, lo que según él supone un contraste que descoloca al espectador. El proyecto pensaba completarlo haciendo una capilla completa, de tal manera que en la sala en que se realice la instalación el público se encontrará con una espacio que le recordará a las iglesias y catedrales de los siglos XV o XVI con todos sus ornamentos, altar y sepulcros, pero con motivos y representaciones del siglo XXI.
- Creo que deberíamos dejar que el chico descanse, y se instale. Ya tendremos tiempo más tarde de explicarle nuestro trabajo. Dijo María interrumpiendo a su marido.
- Tienes razón- dijo Alcocer.
El matrimonio acompañó a Daniel a la planta de arriba donde estaba su cuarto. No era muy grande pero le gustó porque dispone de un aseo propio y sobre todo porque tenía dos ventanas, una daba al corral y al patio de la casa vecina y la otra al monte. El día comenzó mal, con las tonterías y desplantes de la Mantovani, pero “la cosa se va arreglando”, pensó Daniel, “no tengo que aguantar a la bruja, lo que es un mejora sustancial, y estos belgas son la leche”.
- ¿Por qué dais alojamiento en vuestra casa?- preguntó Daniel.
- No lo hacemos- dijo Alcocer.
Como Daniel puso cara de no entender, María completó la escueta respuesta de su marido, como otras muchas veces le vería hacer en los meses siguientes.
- Es la primera vez que tenemos un huésped que no sea un amigo o un familiar, pero cuando Marisa, la del bar, nos contó que había alquilado la casa rural a los restauradores del retablo, pero que necesitaría una habitación para otra persona, nosotros pensamos que ser interesante alojar a alguien que no es del pueblo y romper monotonía.
- Espero no defraudaros.
Después de colocar sus cosas y descansar un rato, Daniel bajó a la cocina a comer algo. Cuando estaba terminando entró Maria en la cocina para decirle que le esperaban en el salón para tomar un café. Estuvieron los tres un rato charlando sobre como era el pueblo, sobre su gente, y Daniel aprovechó para preguntar por qué eligieron San Lorenzo para vivir.
- Nos gustó- dijo el belga.
- Queríamos venir a vivir a España, a un lugar tranquilo, lo más lejos posible de los círculos de artistas. Visitamos muchos pueblos antes de decidirnos por este, dijo la belga.
- Nos gustó la casa.
- ¿Por qué no le enseñas a Daniel las diapositivas de la instalación?
- ¿Quieres verlas?- preguntó Alcocer.
- Me encantaría, respondió Daniel.
Las diapositivas estaban hechas en un hangar, un almacén o lo que fuese aquel local inmenso, en el que se veía un batiburrillo de botes de pintura y de objetos colocados en estanterías que llenaban las paredes y que solo dejaban libres los huecos de unas ventanas grandes por los que entraba una luz cenicienta.
- Es el taller de Amberes donde fabrican las piezas.
En un lateral estaban las esculturas de Alcocer. Las primeras diapositivas eran las del sepulcro de los reyes. Era de resina blanca, con los monarcas yacentes, las cabezas apoyadas sobre cojines, y con las manos cruzadas sobre el pecho. El rey vestía un traje de gala, con una cinta cruzando el pecho y medallas con forma de estrella de muchas puntas sobre el corazón. En los altorrelieves de los laterales del sepulcro se reproducían varias escenas de la vida de los personajes. En un lateral el rey navegaba en un velero, en el otro la reina abrazaba a un mujer con lágrimas en los ojos rodeada de otras personas que por sus gestos y actitud también estaban llorando y en el frente del sepulcro se reproducían dos escenas una al lado de otra; en la primera un hombre de uniforme, bigote y tricornio estaba subido en un estrado, con el brazo levantado y una pistola en su puño; en la segunda se veía al rey, de frente enmarcado por algo que representaba una televisión.
En el segundo sepulcro se representaba a unos príncipes. El con unas orejas descomunales que casi tapaban a la princesa acostada a su lado. La princesa es muy guapa, lleva un vestido largo y una diadema en la cabeza. Las escenas representadas son tres: en la primera se representa el día de la boda de los príncipes que pasean en una carroza por las calles de una ciudad aclamados por sus súbditos, la segunda es una escena campestre en la que el príncipe está rodeado de árboles y huertas, en la tercera y última unas motos perseguían a un coche que estaba a punto de chocarse con una columna.
El tercer sepulcro es de color negro. El personaje lleva el uniforme de un General. Las tres escenas representadas son: una en la que unos aviones están a punto de estrellarse contra un rascacielos, otra en la que unos barcos y aviones lanzan misiles y bombas sobre una ciudad y en la última, un hombre de bigote colgaba de una soga.
De la observación de la obra del belga se pueden sacar dos conclusiones; la primera que Alcocer es un gran artista y la segunda que la gente con bigote es peligrosa.