CAPITULO XV
El diez de agosto, fiesta de San Lorenzo del Valle está a la vuelta de la esquina. El pueblo se ha trasformado, las calles antes desiertas, ahora están repletas de veraneantes vestidos con bermudas, camisetas y sandalias. El Vivillo ha pasado de ser un individuo a ser un integrante de las masas, ha pasado de ser un elemento singular a ser un componente más de la humanidad. Ya no es el único niño del pueblo. Este cambio es bueno para él, ahora tiene con quien jugar y con quien compartir las calles de San Lorenzo. Hasta parece más tranquilo. Si durante el invierno no para quieto en ningún sitio, ahora se le ve entre sus primos o vecinos mas pausado, grita cuando los otros niños gritan, corre cuando los otros corren y se sienta cuando toca estar sentado. Una tarde, Daniel, lo sorprendió escondido detrás de una tapia mirando al interior de un huerto. Daniel pensó: “éste ha visto un nido o está mirando algún bichejo”. Se acercó en silencio, sin que el Vivillo se diese cuenta. Al mirar tras la tapia se encontró con que en lugar de un mirlo, lo que con tanto interés miraba el niño, era a la Sofía, su prima que estaba haciendo pis acompañada por una amiguita. Arreó una sonora colleja al muchacho.”¡Cochino!, ¿Qué estas haciendo?”. El Vivillo se giró sobresaltado y retirándose un poco para poner tierra de por medio dijo:”lo mismo que haces tu con la Irene”.
Daniel se fue hacia el Vivillo con intención de repetir el cachete, pero el niño salió corriendo, diciendo:” te he visto. La miras cuando toma el sol”.
Era cierto. Hasta ayer, en la piscina, no había podido ver lo que durante tantos días solo pudo imaginar. Cuando llegó el calor, Irene empezó a tomar el sol en el patio de su casa y aunque Daniel desde la ventana de su cuarto no podía verla, si alcanzaba a ver las escaleras por las que Irene bajaba cada tarde, siempre a la misma hora, como la disciplinada estudiante de oposiciones que es. Ahora ya conocía lo que antes solo se imaginaba, pero es cierto que si hubiese tenido oportunidad la habría espiado igual que el Vivillo hacía con su prima. El condenado muchacho tenía razón. No sería justo atizarle. “Lo que estabas haciendo está mal y punto. No se debe espiar a la gente”, dijo.
Las niñas salieron del huerto montaron en sus bicicletas y se marcharon. El Vivillo disimulaba lanzando piedras a un bote. Daniel continuó su camino y el Vivillo el suyo, que no era otro que el que habían tomado las niñas. Daniel se puso a pensar en que si el Vivillo está enterado de que le gusta Irene y en el senado el otro día le tomaban el pelo con eso de que “a lo mejor el arreglo lo tiene aquí”, todo el pueblo lo sabrá. “Seguro que soy el tema de conversación de todo el mundo”. No andaba muy desencaminado. De todas formas no tenía mucho de que preocuparse pues pronto los senadores y el resto del pueblo tendrían cosas más importantes de las que ocuparse.
La noche del 31 de julio hacía un calor asfixiante, a medianoche el termómetro marcaba todavía 28 ºC . Sentados en los poyos o en sillas sacadas de casa, las gentes de San Lorenzo buscaban en la calle un frescor que la noche no traía. Hacía tres días que el calor no daba tregua. Las conversaciones, era inevitable, trataban sobre el tiempo. Los más optimistas creían que con la llegada de las canículas cambiaría y los vecinos preguntaban a Ovidio el pastor, que cuando refrescaría. Ovidio era considerado el experto local en cuestiones climatológicas. Tantos años en el campo guardando las ovejas, han tenido que servir para algo. Lo primero que hace Ovidio al levantarse cada mañana es asomarse por la ventana de su casa. Mira la veleta de la torre de la iglesia, para ver si sopla gallego o solano, observa si está despejado o si hay nubes, si hay rocío o escarcha. Tras analizar los datos obtenidos elabora la predicción de la jornada. “Hoy tendremos calor”, “esta tarde no falla la tormenta” o lo que corresponda. Últimamente con la predicción del tiempo en la televisión, la gente ya no le pregunta como antes. Prefieren ver a la chica de los mapas, que da el pronóstico para tres días y no se equivoca casi nunca.
La preocupación de Ovidio esa noche no era el calor, ni el tiempo que haría en los próximos días. Lo que quitaba el sueño al pastor era el cartel que Justo, el panadero colgó en la puerta de la panadería. Estaba escrito con un rotulador en la parte de atrás de la hoja de un calendario y decía así: “EL 15 DE AGOSTO SE CIERRA LA PANADERIA POR JUBILACION”. El Senado se ocupó de la noticia, como hace con cada suceso sea grande o pequeño, desmenuzándolo hasta sus átomos.
Decían que el panadero lo tenía bien estudiado. Mantenía la panadería abierta hasta el 15 de agosto aprovechando que es cuando más personal hay en el pueblo y luego cuando han acabado las fiestas y la gente se ha ido, va y cierra. Muy listo. La novedad, como siempre sucede, tenía un tratamiento diferente dependiendo de quién la analizase. A algunos el cambió le gusta a otros le disgustan y a los que ya lo tienen asumido, no les da ni frío ni calor, están pensando en otra cosa. A los amantes de la rutina cualquier cambio les descoloca. Se habían acostumbrado al pan de Justo y no les gusta otro. A los que no les gustaba porque lo dejaba muy cocido o muy blanco, o lo que fuese estaban encantados con el cierre. Y por último estaba el grupo de aquello que ante lo inevitable, ya se habían hecho a la idea de comprar el pan al panadero de Castro que vendría a traerlo todas las mañanas en su furgoneta.
Psicólogos, sociólogos y estadísticos podrían estudiar los datos estableciendo categorías en optimistas, pesimistas y realistas según las reacciones da cada individuo al cambio. Podrían hacer sesudos estudios sobre el comportamiento, la capacidad de adaptación o cualquier otra variable digna de estudio. Tras meses de trabajo y el cobro de importante honorarios llegarían a alguna conclusión que no sólo sería intrascendente sino también absurda. Y lo que es peor, les daría motivos para escribir un libro de autoayuda, en que nos darían el remedio infalible para alcanzar la felicidad y que probablemente estaría aderezado con algunos cuentos a modo de ejemplo. Esos libros proliferan, y las autoridades de consumo harían bien en vigilar y controlar a ese pujante sector editorial. Son una estafa.
Estas conversaciones y otras por el estilo se producían en las tertulias callejeras, por que con la llegada de los veraneantes el nivel intelectual subía. Se puede encontrar a un catedrático de matemáticas junto a un yesista unidos todos por el calor y un origen común. Todos son hijos de San Lorenzo del Valle como decía Don Simón en sus homilías dominicales, y si alguien duda que en un pueblucho de mala muerte se pueda hablar de psicología en una noche calurosa, tenga en cuenta que en el momento que juntas dos españoles, cualquier tema, institución o persona puede ser objeto de crítica. Los tertulianos de San Lorenzo tiene algo a favor y es la sinceridad y espontaneidad de sus opiniones, como todo el mundo se conoce y sabe de que pie cojea, el disimulo, las poses y las apariencias están fuera de lugar. Y es algo que tienen ganado frente a los tertulianos profesionales de televisiones y radios, que también opinan de todo sin saber de casi nada, dicen las mismas tonterías y encima toman partido a favor de quien les paga, dándoselas de listos y liberales. Estas tertulias son también tema habitual en las charlas de verano, junto con el último lío entre famosos, o las novedades acaecidas en las familias de los veraneantes.
- La hija de Tomás, el de Maruja ha tenido una niña.
- ¿Cómo la van a poner?
- Teresa, como su madre.
- Cuántos tiene ya.
- Cuatro.
- ¡Caray!, con la teresita, si de chica no valía pa na.
- Pues mira ahora. Cuatro y no tiene intención de parar.
- Será que ganan bastante. Porque hoy en día sin un buen trabajo no se mantiene a cuatro hijos que son muchos gastos.
- Su marido está bien colocado. Creo que trabaja en algo de carreteras.
Daniel escuchaba las conversaciones desde su habitación con las ventanas abiertas de par en par, a la caza de una ráfaga de viento que refrescase algo el ambiente. No podía dormir. Llevaba varios días sin poder hacerlo y no era por el calor, era por Irene. En esto también coincidía con Ovidio. A los dos le quitaba el sueño una mujer. Daniel pasaba día y noche pensando en Irene. Para colmo de males esta mañana habían llegado sus padres y hermanos para pasar con ella las fiestas. Los planes para estar con Irene se fueron al traste.
Sonó una campanada en el reloj del Ayuntamiento. Daniel miró el reloj para ver si se trataba de la media o de la una. Era la una. En la calle continuaba la tertulia. Dentro de la casa el silencio era absoluto. Los Belgas estaban de viaje en Bélgica y no volverían hasta pasado mañana. Daniel se puso una camiseta, un pantalón de deporte y unas zapatillas y salió a la calle. Se unió a los vecinos.
- Buenas noches.
- Buenas noches.
La conversación giraba sobre otro tema habitual; hombres y mujeres. Los participantes en el debate eran un matrimonio de unos sesenta años- él llevaba una camiseta del Real Madrid-,la madre de ella en una silla de ruedas, que por su edad y estado no participaba en el debate, una mujer mayor, viuda, y su hermana y cuñado, es decir todos gente de edad. Dos casas más abajo había otro corro, formado por los hijos y nietos de estos y otros vecinos. Allí el tono era más alegre, se oían risas y los niños jugaban alrededor. Los pequeños estaban en su salsa, a la una de la mañana jugaban en la calle, mientras en sus casas durante el resto del año llevarían varias horas durmiendo.
Daniel hubiese preferido unirse al grupo de los más jóvenes, pero le pareció de mala educación evitar a los que estaban a su puerta. Se arrepintió al momento. La tertulia era casi un monólogo. El hombre con la camiseta del Real Madrid era el que hablaba.”…porque como trabajan se creen que pueden hacer lo que les dé la gana, y así nos va. De las mujeres de antaño podías fiarte, que tenían su papel y lo cumplían, pero ahora no te puedes fiar de ninguna, que cuando menos te lo esperas se van y ahí te dejan, que si quieres arroz Catalina. No hay más que ver la televisión, que salen enseñándolo todo, sin ningún respeto, ¡porque tendrán un marido! Pero a esas les da igual. ¿Tengo o no tengo razón?”. Su mujer miraba para otro lado y no contestó. La viuda dijo:
- Claro que tienes razón, ¡como no la vas a tener! Sin ir más lejos hay nos tienes, a mi marido que en paz descanse y a mí. Cuarenta y ocho años de casados y nunca dimos que hablar, que si mi Pepe, mandaba algo, yo lo hacía sin rechistar.
- Yo no decía tanto-continuó el del chándal-no os vayáis a pensar que yo quiero tener a la mujer atada a la pata de la cama. Que no soy de esos: ¿Sí o no?, Puri.
- Sí -contestó su mujer.
- Pues eso, que yo respeto a las mujeres. Pero una cosa es el respeto y otra el desmadre que hay ahora. Y os digo una cosa, que la culpa la tiene el Gobierno. Si a mi me dejasen acababa con todo esto en cuatro días. Empezaba por quitar eso de las pastillas para abortar. ¿Cuándo se ha visto cosa igual? O sea que andas por ahí como un pendón, y luego vas a la farmacia para que te den una pastilla, y sino a abortar, que total da igual…
Como el imbécil continuaba, Daniel optó por irse al bar a tomar algo, no aguantaba más tanta tontería. Entró en la casa para coger algo de dinero. Se despidió del machista y sus oyentes y se dirigió a casa de Pepe. Cuando llegaba a la plaza escuchó unos gritos. Al principio pensó que procedían del bar. En las noches de verano se juntan a la puerta del bar, los jóvenes veraneantes para tomar algo y empezar la noche. Como el bar de Pepe es el único del pueblo, todos los jóvenes se van a las fiestas de los pueblos cercanos o a las discotecas de Castro y a la vuelta se meten por los caminos para evitar los controles de alcoholemia de la Guardia Civil.
Los gritos no procedían del bar. Venían del otro extremo de la plaza, de la panadería. Daniel por fin entendió lo que decían: “Está muerto, Justo está muerto”. Otro gritaba: “llamar a una ambulancia, llamar a una ambulancia”.
Daniel pensó que para que quieren una ambulancia si ya está muerto. A quién hay que llamar es a la Guardia Civil. Llevaba en San Lorenzo el tiempo suficiente como para saber quien debía ocuparse del caso. Los que gritaban eran unos veraneantes, vecinos del panadero y por lo que se ve no muy puestos en los rumores del pueblo.
El primero en llegar fue Porfirio, el Alcalde, que dio la razón a Daniel, “hay que llamar a la Guardia Civil”, dijo.
Los hechos ocurrieron de la siguiente manera. La panadería tiene en la parte de atrás, un almacén donde Justo guarda la harina y la leña para el horno. Al almacén se entra por un portón grande que da a la calle trasera. A cada lado del portón había dos moreras que plantó el padre de Justo cuando empezó con la panadería. Dijo que de esa manera, los días de calor cuando tuviesen que descargar la harina podrían trabajar a la sombra. Las moreras crecieron, y debajo de ellas se formaba una de las reuniones más numerosa de las noches de verano. Justo no faltaba nunca, pero esta noche el panadero no salía. A los que estaban de cháchara les pareció raro, así que fueron a llamar a su casa. Primero por la puerta del almacén y luego por la de casa. Como Justo no respondía, el personal empezó a inquietarse y a preguntar si alguien lo había visto. Nadie lo había visto desde que cerró la panadería por la mañana. “¡Qué raro!”, -decía la gente-, si no falta nunca. ¿Qué hacemos?”
Nada. De momento cada uno siguió a lo suyo, es decir sentado al fresco, hasta que pasó Pedro, el hijo de Pedrito el catalán, camino de su casa. Le hicieron la pregunta de rigor.
- ¿Has visto a Justo?
- No, ¿por qué?
- Por que esta noche no ha salido a la calle y es muy raro. No falta nunca.
- ¿Habéis llamado?
- Sí.
- ¿Y qué?
- Nada.
- ¿Se ve luz encendida?
- No.
No necesitó más explicaciones. De un salto subió a la morera, trepó por una rama y se coló por una ventana del almacén. Los de la calle oían como llamaba:”Justo,…Justo”. Se hizo el silencio y unos minutos después se abrió la puerta. Pedro con el semblante serio anunció: “Justo está muerto”. El primero en entrar fue Rafaelillo, un picador de toros retirado. De él procedían los gritos que escuchó Daniel. “Justo está muerto, está muerto”.
Daniel se acercó a la panadería. La gente se apelotonaba, formado un corro en donde Rafaelillo contaba lo que había visto. “Está tirado en el suelo de la cocina, sobre un charco de sangre”. Dentro estaban Porfirio, el Alcalde, Pedro el descubridor y otro vecino. Una mujer en la calle gritaba pidiendo que se llamase a una ambulancia. Salió Porfirio y la mandó callar.” Calla mujer, este ya no necesita un médico. Hay que llamar al cuartelillo”
Alguien sacó un teléfono móvil y se lo pasó Porfirio. Era un teléfono moderno y el Alcalde no sabía ni cogerlo contra más hacer una llamada. Se lo devolvió al propietario del artilugio, y le dijo que marcase. A continuación le dictó el número de la Guardia Civil y cinco minutos después llegó el coche blanco y verde con el Sargento Tejedor y la Guardia Rodríguez. Medio pueblo estaba en la puerta de la panadería y el otro medio en la cocina de Justo. Daniel era del grupo de la puerta. Siempre le impresionó mucho la sangre y no tenía ningún interés, ni curiosidad en ver el cadáver.
El sargento entró en la casa. Lo primero que hizo fue bajar varios santos del cielo, blasfemar, soltar un amplio repertorio de insultos y mandar a todo el mundo a la puta calle. Primero se dirigió al Alcalde, “no tenías que haber dejado entrar a nadie, coño”, y luego a la guardia Rodríguez, “llama al cuartel pidiendo que nos manden a alguien y no dejes pasar a nadie”.El Sargento se dirigía a la salida:
- ¿Dónde va?, mi sargento- dijo Rodríguez.
- Voy a buscar a Ovidio. No se le vaya a ocurrir hacer otra tontería más.
Al salir se cruzó con Daniel. Pasó de largo, pero unos metros más allá, se paró en seco, se giró y le dijo:
- Acompáñame. El viejo se fía de ti, puedes serme de ayuda.
- ¿Yo?-dijo Daniel.
- Si tú. Es que todos los de la capital sois así de nacimiento, o es que os entrenáis. Vamos, en marcha.
Quedó claro que el Sargento estaba de un humor que no admitía réplicas. El sargento inició la marcha, Daniel detrás y a continuación se formó una caravana de curiosos siguiéndoles. Cuando se dio cuenta de la procesión que arrastraba, el agente se paró, puso los brazos en jarras y soltó.
- ¿Qué cojones os creéis que es esto?, un espectáculo de las fiestas. El que dé un paso más duerme esta noche en el cuartel. Por mis santos cojones.
Daniel no daba crédito. Tenía una idea completamente diferente del sargento, siempre sonriendo, hablando con suavidad, muy educado, casi empalagoso pero esta noche parecía que lo habían ascendido a General y daba órdenes como si estuviese en el frente de una batalla.
Llegaron a casa de Ovidio. La luz estaba encendida y la puerta abierta. A pesar de las amenazas del sargento, en la calle estaban algunos vecinos y curiosos que no querían perderse ningún detalle. La Nico les esperaba en el recibidor.
- ¿Dónde está?-preguntó el sargento.
La Nico no contestó. Hizo un gesto con la mano, señalando la puerta del corral.
- ¿Cómo está?
La mujer ésta vez no hizo ningún gesto.
- Vamos- dijo el Sargento dirigiéndose a Daniel.
Los dos se encaminaron al corral. Encontraron a Ovidio, el pastor, en la mitad del corral, sentado sobre un cubo de hojalata dado la vuelta, de espaldas a la puerta, por lo que no podían verle la cara ni las manos.
- Soy el sargento, y está conmigo, Daniel el de los bichos.
“Vaya por dios, así que me llaman de esa forma”, pensó Daniel. “Podían haber elegido otro nombre: Daniel el restaurador,.. Daniel el arreglasantos,…Daniel el de la Ciudad,..Daniel el Guapo,…pero no,..Tiene que ser Daniel el de los bichos…” Que en un momento de tanto dramatismo, Daniel se ponga a pensar en esto, es una muestra más de lo tonta que es la raza humana. O quizás no. Puede que sea un mecanismo de defensa que la selección natural ha desarrollado con el fin de distraer en los momentos de tensión y que el miedo no nos paralice. Dejemos estas disquisiciones para otro momento, en que tengamos tareas menos importantes que resolver. Ahora está en juego la vida de un hombre.
El sargento dio un paso al frente. El Pastor no se movió.
- Ovidio vengo a ayudarte. No hagas ninguna tontería.
El pastor, quieto. El sargento abrió la funda de su pistola.
- Escucha al sargento, Ovidio, está tratando de ayudarte- dijo Daniel.
El corral estaba a oscuras, el calor era sofocante y Daniel tenía su camiseta empapada de sudor pegada al cuerpo. Al sargento le corría el sudor por la cara.
El tiempo pasaba y Ovidio seguía sin reaccionar, no se movía, parecía que ni siquiera respiraba. El sargento estaba cada vez más nervioso.
Por fin el pastor se levantó del cubo en que estaba sentado, y muy despacio se giró. Su rostro espantaba. Un escalofrío recorrió la espalda de Daniel. La cara del pastor era una mueca, estaba retorcida, como si la boca la nariz y los ojos se hubiesen desplazado de su lugar intercambiando las posiciones. Donde debía estar la boca ahora estaba la nariz y donde la nariz los ojos. Daba miedo su boca, entreabierta, con los dientes a la vista y la lengua asomando entre ellos. Más que sacar la lengua como cuando se quiere hacer burla, se la mordía. Daniel pensó que se la iba a cortar.
- ¿Lo has matado tú?-preguntó el sargento.
Ovidio no contestó.
- Tengo que llevarte al cuartel.
El sargento es un buen hombre. Evitó la palabra arresto y dijo “tengo…”, como si fuese algo que hiciese porque era su deber, pero que a él no le gustaba, que si fuese por él haría otra cosa, el qué, no lo explicó y nosotros no lo sabemos.
Aquellos que piensan que en momentos de stress,- como es moda decir, o como antes se decía, en los momentos claves de la vida de un hombre,- se está tan atolondrado según unos o concentrado según otros en lo que se hace, que las palabras pasan a un segundo plano, están muy equivocados. Son estas dos frases, una en forma de pregunta y la otra en forma de obligación las que Ovidio recordará una y mil veces. Palabras que el Sargento, a pesar de los nervios y la tensión, eligió sabiamente y con inspiración, por lo menos eso le parece a Daniel.
Ovidio sin pronunciar palabra, se dirigió hacia un armario situado en la esquina del corral y abrió la puerta. Se movía a cámara lenta. El Sargento se llevó la mano a la pistola. No fue necesario ir más allá. Ovidio recogía su manta, la que tantas veces, durante sus días de pastor le protegió del viento en invierno y le sirvió de estera en las siestas de verano a la sombra de las encinas.
En todo el trayecto que hizo desde el corral, pasando por el pasillo de su casa hasta la puerta de la calle, Ovidio, no abrió la boca, ni siquiera cuando se cruzó con su mujer. La Nico lloraba con las manos cubriéndose el rostro.
El la calle esperaba la Guardia Rodríguez con el coche en marcha. Ovidio subió a la parte de atrás, junto al sargento. Al volante se sentó Rodríguez. Al otro lado de la calle unas cincuenta personas contemplaban la escena.
Cuando el coche de la Guardia Civil se perdió tras la primera esquina, todo el mundo volvió la mirada hacia la casa de Ovidio. Allí, junto a la puerta, estaba un joven al que muchos no conocían.
- ¿Quién es ese?- preguntó alguien.
Respondió, Aristóteles Leonardo, el Mariscal.
- Es Daniel el de los bichos.