CAPITULO XIII
San Lorenzo estaba igual que una semana antes. En el mismo sitio, con los mismos baches en la carretera, con las mismas casas destartaladas, el mismo olor a oveja, el mismo tractor aparcado a la puerta del bar, y los mismos senadores a la sombra del Ayuntamiento. ¿Pero qué cambios se pueden esperar en una semana de un lugar en el que no ha sucedido nada en los últimos treinta años? Aquí los únicos cambios son los que traen las estaciones, el frío del invierno, el calor del verano, el breve esplendor de la primavera y la calma del otoño. Daniel preguntó a Maria, la belga si en su ausencia había sucedido algo interesante, a lo que contestó que “nada de particular”. Decidió que lo mejor sería ir a probar suerte con los senadores. Si algo pasaba en el pueblo ellos se enteraban al momento. Se sentó en un banco junto a ellos. Le recibieron con comentarios socarrones, pero sin mala intención.
- ¡Hombre!, estás de vuelta, ya pensábamos que no te volvíamos a ver el pelo.- dijo uno, que a pesar del calor que hacía llevaba puesta una chaqueta.
- Normal, si yo tuviese su edad, aquí iba a estar- dijo el más viejo de todos. Un hombre que utilizaba un andador para ir desde su casa al banco a la sombra del Ayuntamiento.
- ¿Dónde vas a ir tú?- dijo el primero.
- Ahora a ningún sitió. Yo cuando salga de mi casa será para ir al camposanto, pero él es joven.
- Tú nunca has sido joven- dijo una mujer, que empleaba un tono de voz tan alto que cada vez que decía algo se enteraba todo el barrio.
- Lo dirás tú. Yo cuando tenía su edad recorría las fiestas de todos los pueblos. Puedes preguntárselo a cualquiera. Y una cosa te digo, para que te enteres, era el que mejor bailaba de todos. Mira si bailaba bien, que las mozas hacían cola para bailar conmigo.
- Ya será menos- dijo la mujer gritona.
- Lo que yo te diga.
- Pues de joven bailarías mucho, pero lo que ha sido después nada de nada- dijo la mujer del viejo del andador. Porque desde el día en que nos casamos no volviste a bailar conmigo.
- A ver si os pensáis que Daniel no habrá ido a visitar a alguna amiga, de esas tan modernas y tan guapas que hay en las capitales. ¿O no?- preguntó otro senador.
Daniel no se dio por enterado.
- A lo mejor el apaño lo tiene aquí- dijo una vieja con tono malicioso.
Como a Daniel no le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación, preguntó por lo que le había traído hasta los bancos del Senado.
- ¿Hay alguna novedad?, ¿ha pasado algo interesante en esta semana?
- Nada de particular.
- Han llegado los nietos de Asun, tu vecina- dijo la gritona
- Pues yo no me había enterado- dijo el viejo del andador.
- Tu no te enteras de nada- replicó su mujer.
- A Toño, se le perdió una oveja.- dijo un hombre que hasta ahora había permanecido en silencio.
- ¡A si!, es verdad,- dijo el de la chaqueta. Tres días la anduvo buscando y que no aparecía por ningún sitio hasta que al tercer día vio muchos buitres volando sobre el Valle Miguel y cuando llegó, se encontró con que ya casi la tenían comida.
- Esa seguro que se quedó enganchada en un zarzal- dijo la gritona.
- Mira que se oyen bobás- dijo el silencioso, ¿Cuando has visto tú que una oveja se pierda por eso?
- Pues yo se lo escuché decir muchas veces a mi padre que en paz descase- replicó, la mujer, sin darse por vencida.
- Toño dice que estaba muy malita, que casi no podía andar- dijo el de la chaqueta. Se quedaría sola y se perdió.
- La matarían los buitres. El otro día dijeron por la televisión que en… ¿dónde dijeron?..., me parece que era por el norte,…, ya no me acuerdo,…, ¿vosotros no lo escuchasteis?..., bueno da igual donde fuese, el caso es que los bichos esos se han acostumbrado a cazar, y que ya han matado no se cuantos corderos y hasta alguna oveja. Oye, y tu que sabes tanto de esas cosas. ¿Crees que esos bichos pueden matar una oveja?- preguntó dirigiéndose a Daniel.
- Es cierto que se dice que hay buitres que no sólo comen carroña y que han matado algún animal doméstico. Puede que sea así, pero a mi me parece que deben ser casos aislados y un poco excepcionales. La oveja de Toño seguramente se habrá muerto, porque estaba para morirse. Estaría enferma, se quedaría sola, y se moriría. Y eso sí, los buitres la encuentran rápido.
Debió de convencer su explicación al Senado, porque ninguno dijo nada. Permaneció un rato más, en los bancos del hemiciclo, pero como las novedades que le contaban eran irrelevantes, que si fulanito hoy había ido en el coche de línea a la ciudad, que si a menganito se le había estropeado la lavadora, decidió que lo mejor que podía hacer era irse para casa. Engorró el tiempo hasta que llegó la hora de la visita a Irene. Llevaba una semana sin verla y la verdad sea dicha: se moría de ganas.
Llamó a la puerta de su casa como todos los días, pero esta vez en lugar de asomarse por la ventana y decirle que pasase, Irene le abrió la puerta directamente. Le cogió del brazo y tiró de el hacia dentro de la casa.
- Ya pensaba que no ibas a venir. Dijo Irene- Te he echado de menos.
El corazón de Daniel se aceleró. Poca cosa basta para alimentar las ilusiones de aquellos que anhelan alcanzar su sueño. Dicen que la fe mueve montañas y es bien cierto. Es la esperanza de lograr el objetivo deseado el motor que nos mueve y como las dificultades son muchas y el resultado incierto debemos recurrir a la fe para no desfallecer. Sin la fe, sin creer en nuestras posibilidades no seríamos capaces de iniciar el camino. Daniel todavía cree que podrá conseguir el amor de Irene.
El patio de la casa de Irene es grande. En un rincón tiene una pérgola de madera cubierta de rosales con un banco a su sombra. Daniel no lo había estrenado. Durante el invierno los encuentros tenían lugar en la cocina y con la llegada del calor se trasladaron al patio. Se sentaban en unas sillas alrededor de una mesa redonda de jardín con un agujero en el centro donde se ponía una sombrilla con la publicidad de una marca de cervezas. Pero hoy Irene invitó a Daniel a sentarse en el banco. Casi siempre el peso de la conversación lo llevaba Daniel, y no era poco esfuerzo, que se pasaba todo el día buscando algo que contar. No le hizo falta en esta ocasión porque Irene estaba muy habladora. Habló durante media hora sin parar. Daniel no la conocía en esa faceta. Habló de cómo llevaba los temas, de lo difícil que le resultaba mantener en verano la disciplina que requiere el estudio de la oposición y de que en los próximos días vendría su familia para pasar las fiestas del pueblo. Finalizó su discurso diciendo:”el domingo me gustaría ir a la piscina de Casasola, desde que era pequeña no he vuelto”. Ya sabemos por otras veces lo que pasó y como Daniel se ofreció a acompañarla. Quedaron citados para el domingo.
Daniel estaba en la inopia. El cambio de actitud de Irene y las esperanzas depositadas en la cita del domingo ocupaban todos sus pensamientos. Estaba obsesionado. Nada conseguía distraerlo, ni siquiera sus dos nuevos compañeros. Carlos y Natalia no quisieron quedarse a vivir en San Lorenzo. Prefirieron quedarse en Castro e ir y venir todos los días al trabajo. Empleaban media hora en cada trayecto, pero según ellos San Lorenzo es muy pequeño, aburrido, no tiene tiendas, ni comercios y el único bar está lleno de viejos, que más bien parece el hogar del jubilado. Así que los nuevos fichajes le aportaron la misma compañía que la Mantovani, es decir, ninguna.
Sus nuevos compañeros son buenos trabajadores, correctos y eficientes, sin más. Tampoco es que haya que pedir otra cosa. Llegan a su hora hacen el trabajo y se van también a su hora ni un minuto antes ni un minuto después. Si están haciendo algo y les llega la hora de irse, no se quedan más tiempo para terminar, lo dejan como esté y se van, de todas formas ya se habrán organizado ellos para que eso no les suceda. Si llega Don Simón, o Porfirio el Alcalde, y les preguntan alguna cosa sobre la marcha de los trabajos, le darán las explicaciones correctamente, pero si les llega la hora, los dejan a medias, dicen que tienen que irse y se van. A Daniel eso no le parece correcto. Comprende que nadie está obligado a trabajar más de la cuenta y más aún si no te lo van a pagar, pero es de la opinión, que antes que nada hay que cumplir con las obligaciones de cada uno, estén o no escritas en un contrato. A Daniel no le importa quedarse un poco más si hace falta. Como cuando ayuda a Don Simón a preparar algo. “Encima que le tenemos la iglesia invadida, que tiene que hacer malabares para dar la misa los domingos entre tantos trastos, como no voy a ayudarle”.
Al principio, cuando Carlos y Natalia decidieron quedarse en Castro, Daniel se llevó un chasco. El se había echo ilusiones, pensando en que tendría compañía, sobre todo teniendo en cuenta lo largas que son las tardes de verano y que Irene desde que hacía calor estudiaba hasta más tarde. En verano dormía la siesta después de comer, y estudiaba hasta que se ponía el sol. Así que Daniel solo podía verla a partir de las diez de la noche, y poco rato. La desilusión le duró poco, porque cuando conoció mejor a sus compañeros y sus costumbres, pensó que era mejor que se quedasen en Castro.
Sánchez Rodríguez, Natalia, es una chica muy maja, pero cuando aterrizaron en San Lorenzo, hacía quince días que había vuelto de su luna de miel y como es lógico estaba deseando que llegase el viernes para irse a Madrid a pasar el fin de semana con su marido recién estrenado. Según le contó Carlos, al salir del trabajo se metía en la habitación del hotel a hablar por el móvil o sentarse delante del ordenador para chatear y ya no salía hasta la hora de la cena.
Alcurrucén Montero, Carlos, - Daniel, no puede evitar esa manía que tiene de fijarse en los apellidos de la gente- es un fraude. Forma parte de ese grupo de tíos que se creen muy graciosos, y que sólo hacen gracia el primer día, al segundo aburren y al tercero son inaguantables. Repite los mismos chistes una y otra vez, y pretende estar de guasa todo el tiempo, sin hablar nunca en serio y tomándoselo todo a chirigota. A los pocos días Carlos provocó un incidente que a Daniel no le sentó nada bien.
Estaban trabajando los dos en el andamio, quitando la suciedad depositada sobre una de las columnas salomónicas del retablo. El trabajo era pesado y rutinario y como no se necesitaba mucha concentración, se pusieron a charlar mientras trabajaban. Carlos contaba que su especialidad era la restauración de documentos, “soy el Messi del pergamino” decía, creyéndose muy ocurrente. El caso es que se pasó una hora alardeando de sus facultades. Se fue animando él sólo cada vez más, hasta que le dio por decir que era capaz de imitar a la perfección cualquier documento. “Estoy pensando en hacerme falsificador”, dijo en tono de broma. Daniel ya empezaba a cansarse. “Si quieres te puedo hacer una demostración ahora mismo”. Como Daniel no contestaba, continuó diciendo: “Mira te voy copiar una página de ese misal”. Sobre el atril del púlpito, Don Simón tenía abierto el libro con la lectura del domingo.
Carlos se bajó del andamio, preparó su portátil y con una cámara de fotos, hizo varias fotografías del libro del cura. Se puso a trabajar en el ordenador y al poco rato le dijo a Daniel: “déjame ese libro que estas leyendo”. Se trataba de La Vida de Don Quijote y Sancho, de Don Miguel de Unamuno. La tarde anterior fue la más calurosa de lo que llevábamos de verano y Daniel pensó que estaría más fresco en el atrio, a la sombra de la iglesia que en su habitación. Estuvo leyendo casi toda la tarde y como llegó la hora de ir a ver a Irene y no quería que ella lo viese llegar con ese libro, no fuese a pensar que era un intelectual decidió dejarlo en la iglesia. Carlos abrió la obra maestra del rector de Salamanca al azar y al poco rato apareció con una hoja impresa. Era una copia exacta del misal de Don Simón, solo que uno de los párrafos había sido sustituido por otro del libro de Unamuno. El párrafo copiado era este:
“¡Y cuán profundamente castellana fue aquella plática entre canónigo y cura! En el contacto y trato de estos espíritus alcornoqueños, lejos de gastárseles el corcho de que están recubiertos, se les acrecienta, como con el roce crece, en vez de menguar el callo. ¡Qué alegría hubieron de sentir al encontrarse tan razonables el uno para el otro! Está visto que esta casta sólo llega a lo eterno humano, a lo divino más bien, o cuando rompe, gracias a la locura, la corteza que le aprisiona el alma, o cuando con la simplicidad lugareña le rezuma el alma de ella. No le falta inteligencia, sino le falta espíritu. Es brutalmente sensata, y el supuesto espiritualismo cristiano que dice profesar no es, en el fondo, sino el más crudo materialismo que puede concebirse. No le basta sentir a Dios, quiere que le demuestren matemáticamente su existencia, y aún más, necesita tragárselo”
- Podíamos cambiar una página del libro, por esta. Sería una risa. Imagínate estar en misa el domingo y que leyesen esto-dijo Carlos.
- Ni se te ocurra, yo no le veo la gracia- dijo Daniel.
Así quedó la cosa y Daniel se olvidó del asunto.