Iniciamos una serie de artículos con el diario de Viaje a Guatemala







martes, 3 de abril de 2012

Las lágrimas de San Lorenzo (Capítulo XVII)

CAPITULO XVII

Una semana después del entierro de Justo llegaron las fiestas en honor de San Lorenzo. Era el día más esperado y deseado de todo el año y este no iba ase menos. Los acontecimientos de la semana anterior casi estaban en el olvido. Ahora la ocupación eran los preparativos de la fiesta. Todo el mundo estaba alterado y Daniel de los que más. Llevaba días sin ver a Irene. Sentía como su tiempo se terminaba, como se acercaba la fecha del examen de Irene. Ella se iría y no la volvería a ver. Tenía que actuar. Decidió que el momento adecuado sería durante las fiestas. Aprovecharía ese día para decirle a Irene lo que sentía por ella. La noche antes del inicio de la fiesta, Daniel no pudo dormir, ni casi comer, de los nervios que tenía.
         Toño, el conejo, en ausencia de Ovidio era el hombre del tiempo. Anunció que el diez de agosto sería el día más caluroso del año. Se equivocó, la mañana amaneció fresca, para regocijo del personal, harto de tanto calor.
         Los gigantes y cabezudos recorrían las calles despertando a los dormilones y a la juventud que había pasado la noche anterior de fiesta. Tiraban cohetes y se acompañaban de una banda tan mala como eficaz en su labor de hacer ruido. Su repertorio era limitado, pero como era conocido por todos, gustaba, especialmente a los niños que formaron procesión tras los pasos de los cabezones. Al cabezón que hacía el papel de Rey podemos definirlo mejor como cabezota pues se empeño por sus “santos cojones” en que tenían que ir a su casa para despertar a su hermano.
-         ¿Por qué? -preguntó el que llevaba la cabeza de la reina.
-         Porque esta mañana cuando mi hermano llegó de fiesta, yo estaba durmiendo en la escañeta del corral, porque se está más fresco, y no se le ocurrió otra cosa que tirarme un cubo de agua por la cabeza- contestó el cabezón Rey.
-         Estaría borracho.
-         ¡Toma y yo!
-         Déjalo que duerma. No vamos a ir ahora a tu casa que vives en el quinto pino y estos trajes pesan un huevo.
-         Vamos porque lo digo yo- dijo el Rey.
-         Pues tendrás que ir tú solo.
-         Vamos todos.
-         ¡Que tú te lo crees!
Así podían continuar los cabezudos indefinidamente, si no llega a intervenir el trompeta que era un hombre con algo de sentido común.
-         ¿Por qué no os calláis? Tirar para la plaza que está la gente esperándonos.
A las doce era la misa. El personal lucía sus mejores galas. Las mujeres cuanto más mayores vestían prendas de más colores y los hombres cuanto más mayores, más abrigados, a pesar del calor. Todos se llevaron una sorpresa. Por primera vez en treinta y ocho años Don Simón faltó a la misa más importante del año. Tras el desvanecimiento que sufrió en el funeral de Justo el médico le recomendó descanso. Desde el Obispado enviaron a un cura para sustituirlo. La misa no gustó. Estaban acostumbrados a Don Simón, el cura de toda la vida y el nuevo era demasiado joven y moderno. Para remate el retablo estaba tan cubierto de andamios que aquello no parecía una iglesia. Menos mal que la procesión resultó del gusto de todos. Sacaron a San Lorenzo en sus andas y como Daniel y Natalia ya habían concluido el trabajo de restauración, el Santo lucía como hacía muchos años. A decir de todos quedó bien y si Daniel no hubiese estado con la cabeza en otro sitio, habría tenido motivos suficientes para sentirse orgulloso. Por la procesión no apareció Irene.
Llegó la hora de comer. El Ayuntamiento tenía preparada una paella para todo el mundo, mejor dicho, para todo el mundo que hubiese contribuido con seis euros a la financiación de las fiestas. A cambio se adquiría el derecho de disponer de sangría ad libitum. Algunos amortizaron con creces la inversión y la alegría se reflejaba en sus rostros, sus canciones y sus bailes. De postre sirvieron unas perronillas y repelados acompañados de aguardiente y café.
A Daniel le gustaba la fiesta y el ambiente. Era una celebración familiar, donde participaban los niños, los jóvenes con sus pandillas, sus padres y los abuelos, alguno bajo los efectos del aguardiente.
Un Tamborilero amenizaba la fiesta, vestido con el traje típico de la región. La gente bailaba al son de la gaita y del tamboril. Un grupo empezó a gritar “toca la Clara, toca la clara”. El tamborilero atacó el tema solicitado.  Los bailarines formaron dos filas, una enfrente de la otra. Bailaban muy serios y muy tiesos con los brazos en alto y moviendo los pies. La que mejor bailaba era una mujer joven, con una camiseta verde, que enseñaba los pasos a una chica jovencísima que debía ser su hija. Bailaba elegantemente con la espalda muy derecha, la cabeza alta y sin hacer aspavientos. La hija estaba atenta a los movimientos de sus pies e intentaba reproducirlos.
Daniel buscaba a Irene pero no la vio. Terminó el baile y la gente se fue a descansar un rato.
A las siete era el partido de pelota. Jugaban Beasain XIII y Aguirre VII, contra una pareja formada por los campeones provinciales. Ganaron de paliza los vascos.
El programa de fiestas se completaba con la verbena amenizada por la “fantástica orquesta Tropicana” y los fuegos artificiales.
Daniel pasó por casa para ducharse, afeitarse y ponerse una camisa limpia. Cuando llegó a la plaza anochecía. La orquesta interpretaba un pasodoble. Varias parejas de edad madura bailan cerca del escenario y grupos de chavales y de gente joven esperaban más alejados a que la orquesta cambiase el repertorio y tocase temas más actuales.
La plaza estaba casi llena. Daniel buscaba a Irene. Se encontró con los belgas. Alcocer llevaba colgando del cuello una cámara de fotos. Según le explicó haría fotografías durante la fiesta con la intención de utilizarlas en alguna de sus obras.”Ya pueden tener cuidado- pensó Daniel- las parejas de danzantes, porque en manos del belga pueden acabar siendo una cuchara y un cucharón”. Localizó a Irene entre la gente al otro extremo de la plaza. Daniel no atendía a las explicaciones del artista. Hacía como que escuchaba pero en realidad estaba pendiente de Irene. Se movió un grupo de personas y le dejó libre el campo de visión. Irene estaba guapísima, llevaba un vestido de tirantes que dejaba al descubierto sus hombros y gran parte de la espalda. El pelo suelto… No pudo ver más detalles porque el grupo que estaba entre ellos se movió otra vez y la ocultó.
Daniel se libró como pudo de los belgas y se dirigió hacia Irene. Entró en un estado de excitación tal que sus sentidos se embotaron, no percibía los estímulos con claridad, no distinguía la música de las conversaciones, no reconocía a las personal con las que se cruzaba, no respondía a sus saludos, no sabía donde pisaba, ni siquiera que pisaba. Sabemos que nos mantenemos pegados a la tierra por la atracción gravitatoria que ejerce la tierra sobre nosotros, pero en este momento Daniel no siente sus pies ni el suelo que pisa, la fuerza que lo atrae es mucho más poderosa que la gravitatoria. No se trata de ponerse cursi, ni mucho menos, eso se lo dejamos para las novelas de señoritas, pero ya que nos hemos metido con metáforas gravitatorias no nos queda más remedio que decir que la fuerza que atrae a Daniel se llama Amor y el cuerpo que ejerce la atracción se llama Irene.
Vale, que sí, que de acuerdo, que aunque no queríamos a quedado cursi, pero es que cada vez que se utiliza la palabra amor es casi inevitable, a no ser que hagas como Don Simón que la usa con mayúsculas y en abstracto. El se refiere al Amor al prójimo, Amor a la humanidad, Amor a nuestros hermanos, pero este es un concepto que nosotros no entendemos. ¿Qué tipo de Amor es ese?, ¿Cómo se puede amar a la humanidad? ¿Cómo se puede amar a una tribu perdida del Amazonas, a los habitantes de una urbe de extremo oriente, o a un vecino recién llegado que no conocemos? Eso no es posible. Sólo se puede amar a alguien de carne y hueso. Entendemos que Daniel ame a Irene, que Casillas ame a Carbonero, apurando mucho que la señora  del segundo ame a su perro e incluso que Don Simón ame a la Nico, aunque esto último es más difícil de comprender, pero que alguien ame la humanidad es algo que queda fuera de nuestras entendederas.
Para contrarrestar la cursilería anterior- la de la fuerza del Amor- vamos a hacer un mal chiste para terminar de convencer a las señoritas románticas que esta crónica no es para ellas. Ahí va: si el símbolo de amor es cupido y sus flechas, podríamos deducir que la Fuerza del amor es una magnitud vectorial.
Esta digresión es necesaria. Hemos abandonado durante un rato a Daniel para rebajar la tensión, porque lo que pasó a continuación es tan cruel que si se cuenta todo seguido es demasiado fuerte. Hacemos ahora una advertencia como cuando en el telediario, anuncian que van a poner imágenes que pueden herir la sensibilidad del espectador. Si es usted una persona muy sensible sáltese lo que queda del capítulo.
Queda usted advertido.
Habíamos dejado a Daniel dirigiéndose hacia Irene, con el alma en vilo, el corazón a cien y la percepción de sus sentido a cero. Irene estaba rodeada de gente, hablando con unos y con otros. Hasta que Daniel no estuvo a dos pasos de ella no se percató de su presencia.
-         ¡Hombre Daniel, cuantos días sin verte!, ya te echaba de menos.
-         Si han pasado muchos días y muchas cosas. Inmediatamente se arrepintió de hacer dicho esta frase tan estúpida. “No tenía que haber dicho nada. Debería de haberla besado en la boca directamente, sin preámbulos”, pensó Daniel. Sabía que eso hubiese sido una estupidez aún mayor que pronunciar la frase que dijo. ¿O quizá no? El caso es que dio un paso más hacia Irene, no sabemos con qué intención.
Irene no se movió ni dijo nada. Durante unos segundos se miraron sin decir nada. Entonces Irene se giró y tomo del brazo a un chico que estaba vuelto de espaldas hablando con otra persona.
-         Daniel, te presento a mi novio Pablo.
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-         Hola -dijo Daniel.
-         ¿Qué hay?- contestó el novio de Irene.
“Tengo que salir de aquí”, pensó Daniel. Buscó a alguien conocido entre la gente. La que más cerca estaba era Marta, la hija del Alcalde. Se fue a saludarla. Se intercambiaron saludos y un par de frases de cortesía y Daniel aprovechó la ocasión para abandonar la fiesta. Salió de la plaza por la primera calle que encontró.
Las calles estaban vacías porque todo el mundo estaba en la  verbena. Daniel caminaba deprisa y sin rumbo. Si unos minutos antes caminaba sin sentir los pies ahora los reconocía de sobra. A cada piedra de daba un puntapié, un bote que estaba en la mitad de la calle lo pateó con tal ímpetu que saltó la tapia de un huerto. Cada patada la acompañaba de algún juramento. “¡Mierda!, ¡joder!, mierda, soy un gilipollas”. ¿Por qué no me dijo que tiene novio?”. “Ven a verme…”, dijo en voz alta imitando la voz de Irene. “Tu lo que quieres es un pasatiempo. Un payaso que te entretenga mientras estas en este puto pueblo de mierda, preparando tu puta mierda de oposición”.
Daniel en su huída fue a parar al caño, metió la cabeza debajo del chorro de agua, dio varias vueltas alrededor del los pilares y se sentó en el borde con la espalda apoyada en el pilar. El rumor del agua cayendo tranquilizó un poco al infortunado.
Lo que pensó y sintió Daniel forma parte de su intimidad y aquí esas cosas no se desvelan. Los poetas y novelistas se han aprovechado de casos como este para hacer literatura, componer canciones y conmover los corazones de románticas señoritas, que en todas las épocas hay almas dispuestas a la melancolía y el sentimentalismo. Si en este momento de derrota un componedor de odas, sonetos, cuartetos o cualquier otro artificio literario preguntase a Daniel por sus “sentimientos” recibiría con seguridad la siguiente repuesta: “vete a la mierda”.
Es ocioso explicar algo que todo el mundo conoce, porque ¿quién no ha sufrido un desengaño al menos una vez en la vida? Y si algún afortunado no ha pasado, hasta ahora, por un trance similar, que no se ría de Daniel ni de sus fracasos, que no presuma, porque mañana le puede tocar a él.
Aquellos que consideran que no hay para tanto, que desprecian su sufrimiento, desconocen la naturaleza humana. No hay mayor desgracia en el mundo que la que nos afecta directamente a nosotros. Recordemos sino el caso de aquel pastor de los andes que toda su riqueza la componían cinco ovejas, y un coche atropello a una de ellas. Si a nosotros nos dicen que se ha muerto una oveja, que la tierra ya no será hollada por sus pezuñas ni se escucharán más sus balidos entre las montañas, nos quedaremos igual que estamos.  Es un acontecimiento banal. Pero para el pastor es una tragedia. Su hijo llora desconsolado y cada vez que se acuerde de su oveja, maldecirá al coche y su mala suerte. Algún pragmático nos vendrá con que “¿porqué afligirse tanto si el río está lleno de truchas?”. Vale, pero que se lo digan al pescador que teniendo una prendida en el anzuelo se le escapa en el último momento, a ver que opina.
La situación de Daniel es más dolorosa por comparación. Mientras el está sólo, rumiando su desgracia, de fondo se escucha la música de la fiesta, donde todo el mundo está divirtiéndose. “Todo el mundo es feliz menos yo”.
Estuvo mucho rato sentado en el caño. Coincidiendo con las campanas de media noche los fuegos artificiales iluminaron el cielo. Es difícil encontrar a alguien en el mundo, al que no  gusten los fuegos artificiales. Daniel no es una excepción, en condiciones normales hubiese disfrutado de ellos pero hoy los miraba con odio, con rencor, y deseando que terminasen cuanto antes. Cada vez que los fuegos iluminaban el cielo con sus colores, sentía como si escondiesen un mensaje dirigido a él, que decía:” mira que bonito, todo el mundo disfruta de la fiesta menos tú”.
Al concluir la traca final desde el pueblo llegó un ¡oooh! de admiración. Daniel se quedó mirando el cielo. Era una noche de verano clara y despejada, solo enturbiada por los restos del humo dejado por los fuegos y que el viento dispersaba lentamente. Una estrella fugaz cruzó el firmamento.
En las noches en torno al diez de agosto la lluvia de estrellas conocida como las Perseidas alcanza su máxima intensidad. El fenómeno astronómico tiene su origen en las partículas de polvo que al entrar en contacto con la atmósfera terrestre se vuelven incandescentes dejando a su paso una estela luminosa. Parecen proceder de la constelación de Perseo el héroe que a lomos de Pegaso liberó a la hermosa Andrómeda de las garras de un monstruo marino. Perseo en premio a su valor recibió la mano de Andrómeda.
“En la antigüedad todo era más sencillo”, pensó Daniel. Para conseguir los sueños sólo hay que enfrentarse a un monstruo, si vences obtienes el premio y si te matan se acabó la historia. Pero él no tenía un caballo llamado Pegaso ni el tal Pablo era un monstruo contra el que luchar.
Otra estrella fugaz iluminó el cielo. Los niños y los poetas dirán que son las lágrimas de San Lorenzo.

    



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