Iniciamos una serie de artículos con el diario de Viaje a Guatemala







viernes, 4 de mayo de 2012

Las lágrimas de San Lorenzo (Capítulo XVIII)

CAPITULO XVIII

La fiesta continuó toda la noche. Por la mañana los gigantes y cabezudos volvieron a recorrer las calles del pueblo despertando al personal. Daniel no estaba para fiestas, sentía la necesidad de estar lejos de San Lorenzo. Pidió prestado el coche al belga.
-         ¿No te quedas hoy a la fiesta?, preguntó sorprendido.
-         No. Con lo de ayer tuve suficiente.
Se fue a la ciudad. Si el pueblo estaba lleno la ciudad estaba vacía.
Aparcó el coche en el centro y se dedicó a callejear. Todavía no hacía mucho calor. Primero fue a la plaza mayor, luego continuó hacia la catedral. Allí un grupo de turistas se hacían fotos con el monumento de fondo. En la plaza de la catedral hay un pequeño jardín con unos bancos. Eligió para sentarse uno que estaba a la sombra de un ciprés. Un vagabundo que debía llevar todas sus posesiones en dos bolsas de plástico dormía sobre unos cartones extendidos sobre el banco contiguo. En el suelo junto a las bolsas con sus pertenencias una botella de vino explicaba porque dormía al mediodía. Uno de esos mimos que llevan la cara pintada de blanco y que permanecen inmóviles y sin pestañear ejecutaba su patética función sobre un pedestal. Daba pena verlo. Su traje estaba gastado de tanto uso, el pedestal era una caja de fruta puesta del revés y el sudor le corría por la cara arrastrando la pintura. Llegó un tren turístico, descargó su carga y tomó a otro grupo de turistas, casi todos ellos, orientales. Otro grupo, que por las pintas debían ser norteamericanos seguía a una guía que llevaba un paraguas rojo levantado para que no se perdiesen. Pasaron por delante del mimo pero ni le miraron ni le pagaron. A Daniel todo le parecía patético y deprimente.
Eran más de las doce y empezaba a calentar. Daniel entró en un bar, pidió una caña y un pincho de tortilla y se sentó en una mesa a leer el periódico. En agosto los periódicos deberían costar menos. Quedan reducidos a la mitad y casi todo lo que traen son “relatos de verano” y otras milongas por el estilo. Daniel lo abrió por la página de deportes. Estuvo leyendo la crónica de una carrera de los campeonatos de Europa de atletismo en la que una corredora “luchadora y con espíritu competitivo” había ganado una medalla. El artículo venía acompañado por una fotografía en la que una mujer con una cinta rosa en el pelo sonreía a la cámara.
En la terraza del bar los turistas extranjeros se sentaban al sol.”¡Qué ganas de calor debe tener esta gente!”, pensó Daniel. Cada uno busca lo que no tiene o le resulta escaso. Los turistas nórdicos buscan el sol y Daniel combatir su soledad.
Como el día amenazaba con ser caluroso pensó que lo mejor que podía hacer era ir a algún sitio con aire acondicionado. Ese servicio lo ofrecen los grandes almacenes y el reclamo es eficaz, porque lo mismo que pensó Daniel lo debió pensar el resto de la ciudad. Las calles estaban vacías pero los pasillos del centro comercial estaban llenos.
No prestó atención a ninguno de los productos, pasaba de una planta a otra sin fijarse en nada concreto. Si algún dependiente se acercaba para preguntar, “¿puedo ayudarle en algo?”, contestaba que “muchas gracias, sólo estoy mirando” y se marchaba a otro lugar donde no lo molestasen.
Se refugió en la sección de libros. Buscó la zona donde estaban los libros de “naturaleza y aire libre” y luego fue a la de “novela”. Ojeó varios libros y se decidió por dos: una guía de murciélagos y El Camino, de Delibes. En el Instituto era lectura obligatoria y desde entonces no lo había vuelto a leer. Recordaba que le gustó. Al leer la contraportada del libro recordó que el personaje se llama como él.
En la caja una mujer que pagaba su compra le saludó.
-         Hola.
Daniel al principio no la reconoció. Era la Guardia Rodríguez.
-         Sin el uniforme no te conocía.
-         Pasa mucho.
-         ¿Te lo envuelvo para regalo?-preguntó la dependienta.
-         No gracias.
Daniel se fijó en el libro que estaba comprando Rodríguez. Era un libro de poesía de Blas de Otero.
-         No sabía que en la Guardia Civil hubiese lectores de poesía- dijo Daniel y antes de terminar la última palabra ya sabía que estaba diciendo una estupidez.
La Guardia Rodríguez cambió la expresión del rostro. Lo miró y dijo:
-         Ni más ni menos que entre los ingenieros de caminos o los jueces.
-         Disculpa tienes razón, he dicho una estupidez.
-         Bastante grande.
-         Creo que mi compra tampoco se corresponde con lo esperado para mi profesión.- Daniel le mostró el libro de los murciélagos.
-         Ya conocía tus aficiones.
-         ¿En ese pueblo no hay secretos?
-         Con el tiempo que llevas en San Lorenzo ya deberías haberte dado cuenta. Además te hemos visto por el campo.
-         No sabía que fuese un objetivo a vigilar por las fuerzas del orden público.
-         Nunca se sabe, hasta los más pacíficos pueden cometer un crimen.
Esta referencia a Ovidio no pasó desapercibida a Daniel.
-         Puedo remediar mi metedura de pata invitándote a tomar algo.
-         Puedes- respondió la Guardia Rodríguez.
Se sentaron en una mesa de la cafetería del Centro Comercial, ella pidió una coca-cola light y el una caña. La guardia civil estaba irreconocible y no tanto por la ausencia del uniforme como por su expresión. Daniel siempre la había visto de servicio, con el gesto serio, casi amenazante, como si estuviese esperando la ocasión de que cometieses un error para arrearte un porrazo. La chica que ahora tenía frente a él estaba relajada y sonriente. Vestía pantalones vaqueros y una camiseta ajustada que mostraba los efectos que el entrenamiento para superar las pruebas de admisión al Cuerpo de la Guardia Civil había dejado en el suyo. La chica estaba en forma.
-   ¿Hace mucho que estás en la Guardia Civil?
-         Dos años.
-         ¿Y antes qué hacías?
-         ¿Has pensado en meterte a poli? Haces muchas preguntas.
-         Perdona si he sido indiscreto.
-         No hace falta que te disculpes continuamente. No me importa. Estudiaba derecho.
“Otra más- pensó Daniel- Primero Irene y ahora ésta.
- No me gustaba- continuó diciendo Rodríguez.
A continuación la Guardia le contó su vida, que en resumen es la siguiente. Vivía en Madrid, donde empezó a estudiar la carrera de derecho, sacaba buenas notas y todo eso, pero se aburría, le parecía que estaba siguiendo un camino que ella no había elegido. Si empezó la carrera fue por satisfacer los deseos de sus padres. Al terminar el tercer curso anunció a sus padres que no continuaba. El disgusto que se llevaron fue grande pero fue peor cuando dijo que quería entrar en la Guardia Civil. Las pruebas para entrar no le resultaron difíciles. Siempre practicó deporte, natación, incluso llegó a participar en el campeonato juvenil de España de los doscientos metros espalda. Su primer destino fue en un pueblo de Andalucía y desde hacía un año estaba en el puesto actual.
- ¿Te gusta lo que haces?- preguntó Daniel.
- Si, pero mi intención es entra en el Seprona.
Eran las dos, el rato se pasaba volando.
-         ¿Te apetece comer algo?- preguntó Daniel.
-         Vale.
Salieron del centro comercial. La calle era un horno. Justo en frente, al otro lado de la calle un restaurante de comida basura anunciaba sus excelencias con grandes letras rojas. Decidieron entrar. La chica del mostrador anunció a los cuatro vientos por medio del sistema de megafonía su menú. Daniel pensó que eso ya no se hacía pero por lo visto hay algunas costumbres difíciles de cambiar.
“Una ensalada y coca-cola light y una megasuperbigmac con extra de patatas y agua bien fría”, gritó la dependienta del gorro rojo y delantal amarillo. Los clientes del restaurante miraron hacia el mostrador para ver quien era el hambriento que pedía ese menú tan lleno de superlativos como de colesterol. Era un delgaducho. Unos chicos gordos le miraron con envidia, Daniel tiene la suerte de que por mucho que coma no engorda, dicen que es por cosa del metabolismo, pero él no sabe por que es. Daniel odia este tipo de comida, le parece de plástico, pero es que prácticamente no ha comido nada desde la paella de ayer, y tiene mucha hambre. Se sentaron a la mesa y continuaron la conversación por donde la habían dejado.
-         ¿Por qué quieres entrar en el Seprona?
-         Porque a mi también me interesan los murciélagos.
Desde el interior de su bolso llegó la melodía de la “saeta” de Serrat, anunciando que tenía una llamada telefónica. La atendió.
-         Estoy en el burger que hay frente al Centro Comercial.
Silencio.
-         Vale, aquí os espero- y colgó. ¿Por donde íbamos?
-         Por los murciélagos.- dijo Daniel.
-         Es en serio. Mira por donde tenemos algo en común. He pedido como destino los servicios centrales de Madrid. Me gusta el trabajo que hacen. Investigan el tráfico ilegal de animales, los envenenamientos, los incendios forestales, y los delitos contra el medio ambiente. Me estoy preparando. Por la UNED estudio ciencias ambientales y voy a cursos de auxiliar de laboratorio y de química.
-         ¿De dónde sacas el tiempo para hacer tantas cosas?- que es una pregunta recurrente y que además sirve para alagar al preguntado.
-         En el cuartel no hay muchas posibilidades para distraerse y a mi me gusta estudiar. Así que cuando no estoy de servicio o cuando me toca una noche de guardia, estudio.
Continuaron hablando de otras cosas.
Daniel preguntó:
-         ¿Sabes algo de Ovidio?
-         Desde que está detenido no ha abierto la boca. Los psicólogos le han visitado para ver si tiene algún tipo de trastorno. Dicen que está bien, sólo que no le da la gana hablar
-         Pobre hombre.
Llegaron los amigos con los que había quedado, eran un chico y una chica de su misma edad, Guardias civiles como ella, aprovechando su día libre. La guardia Rodríguez se levantó, abrió su bolso y sacó la cartera.
-         Invito yo- dijo Daniel. Recuerda que tenía que compensarte por mi metedura de pata.
Ella sonrió.
-         Estas perdonado.
-         Fue a reunirse con sus amigos. Llevaba medio camino recorrido cuando Daniel se dio cuenta que no sabía su nombre.
-         ¿Cómo te llamas?
-         Almudena- respondió la guardia Rodríguez.








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