CAPITULO I
No quería ir. Pero el capullo de su jefe, el Mandamás, se lo dejó bien claro: o vas o te vas, y no es que le disgustase la perspectiva de pasar un año de destierro, fuera de casa, en un lugar en donde por no tener no tenía ni entradas en google. Lo que le tiraba para atrás era que tendría que ir con la Mantovani, o sea; Mantovani de Castro, María Victoria. En los tres meses que llevaba trabajando en la empresa Conservación del Patrimonio Figueroa, solo había hablado dos veces con ella. La primera vez le pidió ayuda para mover unas cajas de sitio, y le llamó David, la segunda fue para pedirle alguna aclaración sobre un recado que había recogido para ella en su ausencia y lo llamó Darío, en ambos casos la corrigió; me llamo Daniel. “Ah, perdona, es que soy muy despistada para los nombres”, se excusó. “Petarda, tú lo que eres es una petarda”.
Por lo demás estaba contento con el trabajo, los compañeros eran buena gente, estaba a gusto con ellos, a excepción claro está de la pija Mantovani y del Mandamás. Se llevaba especialmente bien con su jefe directo Anselmo Rodríguez Pérez. Un hombre joven, pocos años mayor que él. Desde el primer momento le ayudó, cuando metió la pata o hizo algo mal, le corrigió de buena manera y sin dar parte al Mandamás. Anselmo le aconsejó que aceptase el encargo. “Un año pasa volando, y cuando quieras darte cuenta ya estarás de vuelta. Es la mejor forma de hacer méritos, y siempre será mejor que estar haciendo fotocopias e informes que nadie va a leer”. Con estas y otras razones, trataba de convencerlo. Daniel apreciaba su interés, y sus bienintencionados consejos, pero es que la Mantovani… No se decidía. Durante varios días estuvo dándole vueltas al coco. Factores en contra eran la Mantovani y a favor a demás de los expuestos por Anselmo, que el pueblo tiene campo para aburrir. Es este un factor importante a tener en cuenta. Daniel se crió en un pueblo de la montaña, donde habían destinado a su padre, que era maestro de escuela. A la salida del colegio su padre le llevaba al campo, unos días a buscar setas, otros a pescar y otros simplemente a pasear, por el simple placer de observar y disfrutar de la naturaleza. Para Daniel ese tiempo pasado en el campo fue uno de los periodos más felices de su vida y tuvo el mismo efecto que el de Obelis cuando se cayó a la marmita. A los dos los efectos secundarios le durarán toda la vida y si en el galo se traducen en su fuerza física, en Daniel se materializa en su afición naturalista. Si algo hecha en falta desde que murió su padre, hace de eso ya cuatro años, son los paseos que daban juntos por el campo.
Quedó con su amigo el Che a tomar unas cañas. Cuando hubo terminado de contarle el caso, emitió juicio; “un año se pasa en un suspiro”.
Su colega será buen tío, pero es más bruto que un arado.
Mira, si no te gusta lo que te digo te vas a un sicólogo de esos que por cada sesión te cobran un ojo de la cara. No te jode, ni que yo fuese un coachin o un asesor o como leches se diga. Si quieres consejo llama a un adivino de la tele…
Podría haber seguido así todo el día, si no llega a interrumpirle Daniel.
Su periodo de consultas no estaba dando buenos resultados. Bien pensado no tenía ninguna razón de peso que lo retuviese en la ciudad. Por la misma época en que empezó a trabajar en la empresa de restauración había roto con su novia. Roto no es precisamente el término más adecuado para definir el fin de su relación, más bien habría que decir que fue un enfriamiento progresivo que terminó en congelación. Desde que María sacó la plaza y se fue a trabajar a Santander la cosa dejó de ir bien. Ahora solo se veían los fines de semana, cuando ella venía a casa de sus padres. A Daniel no le importó mucho que ella lo dejase. Nunca estuvo realmente enamorado de ella, y si bien, al principio le gustaba, porque hay que reconocer que buena estaba un rato, era más sosa que un pan sin sal. Era tan correcta, tan perfecta que resultaba insulsa. Todo lo que decía y hacía, era lo esperable, sus opiniones no se salían nunca de lo “políticamente correcto”, como está de moda decir. Había otra cosa que ponía a Daniel de los nervios. Siempre que se dirigía a él lo hacía como; “mi Dani”. Mi Dani esto, mi Dani lo otro. Cuanto más le decía que no le gustaba que lo llamase así, y menos aún delante de sus amigos, más lo repetía, que parece que ni adrede.
Se conocieron en la Universidad, en el primer curso, pero no empezaron a salir hasta tercero, y tampoco es que se lo propusieran, simplemente iban juntos, a clase, a la biblioteca, a todas partes. Empezaron a verse cuando salían por las noches. Llegó un día en que sus amigos empezaron a preguntar si estaban saliendo. La respuesta era que no, pero con el paso del tiempo fue que sí. Al Che nunca le gustó Maria, no se llevaban bien. A ella, él le parecía un bruto y a él, ella le parecía una pija insípida.
Por fin Daniel tomó una decisión. Al primero que le dijo que aceptaba fue a Anselmo, que como única contestación dijo:
Como Daniel no se ponía en circulación, Anselmo añadió:
Se fueron al despacho del Mandamás. Solo había estado una vez antes en la guarida del lobo, el día que empezó a trabajar. Fue un visto y no visto, en que el Mandamás lo saludó sin mirarle y soltó un par de frases tópicas, del tipo, “si te esfuerzas tendrás tu recompensa” o “he realizado una apuesta importante contigo, espero que no me defraudes”. Al entrar por segunda vez en el despacho del jefe, Daniel tuvo el mismo pensamiento que la primera: Mucho pan para poco perro.
El Mandamás hablaba por teléfono, respatingado en un sillón de cuero y respaldo alto. Es un canijo, un esmirriado, un poca cosa, con barba recortada y gafas de esas que se pliegan seis veces, apoyadas sobre una prominente nariz, de un tamaño que no se corresponde con el cuerpo del portador. Traje y corbata, por supuesto, un autentico señorito. Sobre la mesa de madera noble, un portátil, que seguramente no sabe utilizar, con suerte para recibir y enviar correos, un móvil y varios cacharros electrónicos, todos ellos apagados. La mesa de trabajo era la de un estoico, libre de papeles, pero las paredes y estanterías del armario estaban repletas de cuadros y fotografías, en las que el Mandamás aparecía en múltiples poses y actividades. Parecía un publirreportaje, de Kent el novio de la Barby. En unas con atuendo de esquiador y fondo de montañas, en la siguiente, a bordo de un yate junto a un pez espada, más allá al volante de un coche de época, luego a caballo. Pero la que más llamó la atención de Daniel fue una en la que posaba junto a la Princesa Leticia, recogiendo un premio, ambos sonriendo a la cámara. Volvió la vista hacia la foto del pescador. El Mandamás tenía la misma expresión y la misma pose en las dos fotografías. Era la exhibición de los trofeos, solo que en un caso era un pez y en el otro una Princesa.
En un lugar destacado del despacho tenía colgado un diploma enmarcado en plata, expedido por una Universidad norteamericana, en el que tras el texto de rigor se podía leer en letras grandes y góticas: “Al Sr. D. Constantino Figueroa Sartén-Lozano”
¡Sartén! El Mandamás de apellida Sartén. Daniel tuvo que volver a mira la foto del pez para evitar un ataque de risa. Anselmo que se dio cuenta le regaló una mirada asesina.
El jefe seguía hablando por el teléfono, con expresión de aburrimiento. Era una conversación intrascendente. Daniel pensó que al otro lado de la línea estaría su mujer. El Mandamás decía:
Con la mano hizo un gesto para que se sentasen en el sofá a esperar. Se sentaron cada uno a un extremo. Era un sofá de cuero muy grande. Tan grande que si hubiesen tenido que decirse algo habrían necesitado un conferencia vía satélite.
El Mandamás continuaba con el mantra. Sí…, sí…, vale…, como quieras… Reservaba su locuacidad para el final, remató la conversación diciendo:
Y colgó.
Primero miró a Daniel, luego a Anselmo, nuevamente a Daniel, y cuando parecía que volvía a iniciar otra vez su recorrido debieron de hacer clic sus neuronas llegándole la inspiración.
La misión consistía en restaurar el Retablo Mayor de la Iglesia Parroquial de San Lorenzo del Valle. Desde que ensillaron hasta que cabalgaron pasaron tres meses, y eso que era “para ya”.Durante ese tiempo Daniel estudió informes y reunió documentación sobre la iglesia y el retablo. Tarea indeseable que le tocó hacer a él, por algo era el último mico.
Por fin un día Anselmo le comunicó la buena nueva:
Me ha dicho el Jefe que os vais el lunes.
Por fin.
Ha insistido en que tiene mucho interés en que el trabajo salga bien, y sobre todo que se cumplan los plazos. Nos dieron un año de plazo y ya han pasado tres meses.
Y entonces, ¿por qué no hemos empezado antes?
Mejor no preguntes.
“Siempre pasa lo mismo- pensó Daniel-, la improvisación, y la desorganización son los males que nos lastran y que nos impedirán convertirnos en un país competitivo. Parece que para los puestos de responsabilidad se elige a los más incompetentes, como en este caso. El Mandamás dará bien luciendo trajes y relojes caros, pero mejor nos iría si se quedase en casa o se limitase a ir a comer y hacer la pelota a los clientes”.
Llegó el día del viaje. La Mantovani pasó a recogerlo. Manejaba un coche pequeño de color gris, con una estrella en el morro. Paró en la calle en doble fila, el coche que venía tras ella pitó y ella le correspondió sacando una mano por la ventanilla con un dedo hacia arriba, señalando el cielo nublado. La niebla era espesa. Daniel saludó con un “buenos días” y la mujer respondió con un leve movimiento de la cabeza, sin mirarlo. Abrió el maletero del coche para meter su bolsa, pero era una tarea imposible. Se hallaba repleto de un conjunto de maletas, de diferentes tamaños, todas a juego, de color rojo y de una colección de bolsas de todos los colores y formas imaginables, cada una con el logotipo de su marca correspondiente. Lo intentó en el interior del vehículo. Los asientos de la parte trasera se encontraban igual de ocupados. El conductor del coche que no podía pasar, se impacientaba, y pitó por segunda vez. Visto lo visto Daniel se dirigió a la parte delantera del vehículo. Dio unos golpecitos en la ventanilla y la Mantovani bajó el cristal.
-¿Dónde pongo la maleta?
- Perdona. Aunque te parezca mentira, he metido solo lo imprescindible.
He tenido que dejar tres maletas para que me las lleven mañana con los materiales. Coloca la tuya donde puedas.
A Daniel no le quedó mas remedio que colocarla entre sus piernas, en la parte delantera. Así, de esa guisa, todo espatarrado comenzó su odisea. Daniel pensó que no empezaba bien, aunque después de todo con la Mantovani por medio, era de esperar. Seguro que la División Azul en su campaña de Rusia necesitó menos logística que el petardo de la Mantovani. El de atrás había pasado de los pitidos a los gritos, sacaba la cabeza por la ventanilla y obsequiaba a la conductora con un amplio repertorio de calificativos, ninguno de ellos elogiosos. Casi todos ellos tenían un tema en común: La mujer al volante.
Mantovani, como siempre estaba vestida de punta en blanco, nunca mejor dicho, pues gastaba un traje chaqueta-pantalón blanco. En cada muñeca un reloj y una colección de pulseras que cada vez que movía el brazo para cambiar de marcha, se movían arriba y abajo chocando unas contra otras, haciendo ruido como un sonajero. Parecía recién salida de la peluquería, con el pelo negro haciendo ondas y dos rizos en el flequillo colocados estratégicamente uno a cada lado de la frente. Una cosa hay que reconocer y es que olía muy bien. Seguro que entre los cientos de maletas de la parte trasera una parte importante estaría ocupada por frascos de perfume, cremas antiedad y otros potingues. Daniel que era un ignorante en el tema pasó un rato pensando si el peinado se lo haría cada mañana la Mantovani o sería producto de la peluquería. “¿Cómo se va a apañar esta tía, si donde vamos no hay una peluquera en treinta kilómetros a la redonda?”.En estas y otras chorradas ocupó Daniel la hora y media de atasco que pillaron al salir de Madrid, tiempo que permanecieron en silencio, la Mantovani atenta a la circulación y Daniel a lo suyo. Al cabo de un rato encendió la radio. Era una cadena musical de esas que programan la “música de tu vida” y que consiste en repetir canciones archiconocidas, una y otra vez, de tal forma que si no le tienes manía a la canción terminas por cogérsela.
A la salida de la ciudad les esperaba la niebla, y como la temperatura era muy baja se formaban en los espejos retrovisores unos chupiteles de hielo. Daniel pasó parte del viaje entretenido en mirar la temperatura que indicaba el termómetro del coche, y en como se acumulaba el hielo en los retrovisores.
Para romper el silencio, Daniel, acudió al socorrido tema del tiempo.
“¡Qué locuacidad! ¡Qué conversación!,… La que me espera”, y empezó a arrepentirse de haber aceptado el trabajo.
Media hora más tarde les adelantó una furgoneta de reparto a toda pastilla. Daniel pensó” estos tíos de las fragonetas van a toda ostia”, y dijo:
“Segundo pinchazo. A este paso me dan los tres avisos y me devuelven el toro a los corrales”
La niebla persistía y las canciones de tiempos de Maricastaña, también. Media hora más tarde atacó de nuevo.
“Es que parece tonta. Que le costaría ser un poco agradable”. Daniel harto decidió jugarse el todo por el todo
Lo que sobrevino a continuación fue una avalancha, un tsunami, una verborrea incontenible. Dio inicio a un monólogo, a una cháchara sin pausa, que desplegó durante el resto del viaje, sin descansar un momento. Quedó de manifiesto que a La Mantovani, no le interesa nada que no sea ella misma y sus circunstancias. Relató su vida y la de su familia, donde estudió, con quién vivió y en qué lugares, y donde trabajó, con tal profusión de detalles y de fechas que poco le faltó para describir su árbol genealógico completo, casi desde Adán y Eva. Era como si las circunstancias y personas se hubiesen organizado cósmicamente para dar como resultado a Maria Victoria Mantovani de Castro, un ser único y irrepetible, que reúne en su persona los genes, la belleza y la sabiduría de todas las generaciones de Mantovanis anteriores y que en combinación con su perfecto marido habían dado como resultado a sus dos hijos, que eran lo mejor de lo mejor, la crem de la crem. Todo maravilloso, sublime y en su sitio.
En resumen la historia es la siguiente: Mantovani es efectivamente un apellido italiano. Su padre era un Conde que vino a España para hacerse cargo de los negocios que su familia tenía aquí. No era fácil encontrar una mujer a la altura de la estirpe, nobleza y riqueza del Conde. Muchas lo intentaron pero solo una lo consiguió; la señorita Micaela. Hija de un ministro de Fomento y nieta de un ministro de la Guerra, reunía el pedigrí suficiente para emparentar con el Conde Italiano. Aportaba al matrimonio un capital considerable, equiparable a la fortuna del italiano, formado por fincas, casas, cortijos y un palacio en el centro de Madrid, donde todavía vivía la madre de la Mantovani, rodeada de criados y gatos. El fruto de la unión del italiano y la señorita son Maria Victoria y su hermano. El hijo es embajador en Constantinopla y la hija en estos momentos conduce un vehículo entre la niebla.
La Mantovani está casada con un abogado, -que si nos creemos lo que la mujer dice, y no es que seamos descreídos, sino que nos lo tomamos con precaución porque de tan brillante y tan perfecto suena a exageración,- que pertenece a más consejos de administración de empresas y bancos de los que caben en el IBEX 35.
El matrimonio tiene dos hijos, un niño de once años de nombre Ulises y una niña de tres que responde por Penélope, de donde se deduce el interés de los padres por la Grecia clásica y sus aires de grandeza.
En el tiempo que duró el relato se levantó la niebla, cambiaron la autopista por una carretera nacional, ésta por una comarcal y al fin llegaron a un cruce con un cartel señalando su destino. San Lorenzo del Valle 7 km.