Iniciamos una serie de artículos con el diario de Viaje a Guatemala







lunes, 9 de enero de 2012

Las lágrimas de San Lorenzo (Capítulo XIV)

CAPITULO XIV

La noche del sábado Daniel casi no pegó ojo. Estaba nervioso. Su imaginación anticipaba la cita con Irene. No había estado nunca en las piscinas naturales de Casasola, pero eso no era obstáculo para que su imaginación crease un escenario perfecto, con una cascada de agua cristalina cayendo sobre unas rocas, y rodeados de árboles inmensos que inclinarían sus troncos sobre la orilla escondiendo el lugar de las miradas de los intrusos. Imaginaba lo que diría él, lo que respondería ella. Había muchas variantes, pero siempre con el mismo final. Terminaban besándose dentro del agua.
Como no podía dormir se levantó temprano, comió algo, se calzó las botas y se fue al campo. La tierra estaba reseca, quemada por el sol. El verano se había bebido al río, quedando reducido a unos tristes charcos de agua sucia donde se refugiaban las ranas y  las gambusias. Los cangrejos se escondían debajo de las piedras o escarbaban agujeros en el barro buscando algo de humedad. Según se evaporaba el agua y los charcos se hacían más pequeños, se iban concentrado los animales, hasta que se reducían tanto que ya casi no les quedaba espacio para moverse. Esta circunstancia la aprovechaban las cigüeñas y otros pájaros para pescar. Las gambusias ya no tenían donde esconderse y eran una presa fácil pero peor aún era lo que les esperaba a las que se quedaban en los charcos pequeños y que se secarían totalmente. Su única posibilidad de salvación sería el agua de alguna tormenta, que no parecía que fuese a llegar.
 La fauna de los ríos es de las más castigadas por la acción destructiva del hombre. San Lorenzo por su aislamiento, por el abandono o porque no tiene más recursos que la ganadería conserva su medio natural en un estado bastante aceptable, como ha podido comprobar Daniel en sus excursiones. Pero el río no ha conseguido librarse de la destrucción que ha llegado de la mano de las especies invasoras. El cangrejo rojo ha eliminado al autóctono y las gambusias lo han ocupado todo, compitiendo y desplazando a las especies del lugar. A Daniel siempre le sorprendió lo bien documentadas que estaban las introducciones de algunas de estas especias invasoras. Esto significa que en su momento el que traía la nueva especie debía de considerarse un benefactor, prácticamente un héroe que quería pasar a la historia. Hacía unos días Daniel había leído el caso de la gambusia. Estaba documentado el lugar en el que se soltaron por primera vez en esta provincia, el año y la persona responsable. Se trataba de un médico que a mediados del siglo XX, las soltó en una charca. El fin perseguido era noble: como las gambusias se alimentan de larvas de mosquito se pensó que podrían contribuir a eliminarlos y de esa forma luchar contra el paludismo y otras enfermedades trasmitidas por sus picaduras. El nefasto resultado lo sufrimos ahora. Lo peor de todo es que ahora que se tiene el conocimiento y la experiencia de lo sucedido con introducciones anteriores, no se pongan los medios para evitar otras nuevas. Y ahí tenemos el ejemplo de los galápagos de florida, de los visones americanos y de tantas especies de peces que se sueltan para entretenimiento de los practicantes de la pesca deportiva.
A media mañana empezó a calentar tanto que Daniel pensó que lo mejor que podía hacer, era irse para casa. No había posado su mochila cuando llegó, Don Simón, el cura. Estaba muy enfadado. Daniel cada vez que lo veía se acordaba de cuando lo pilló pecando con la Nico en la Sacristía. Tenía un temor absurdo. Pensaba que hablando con el cura se le podía escapar algo que le delatase, algo por lo que Don Simón se enteraría que él conocía su secreto. El motivo de la visita de Don Simón era otro. Su enfado se debía a que  alguien había cambiado la página del evangelio según San Juan. Era un sacrilegio. La lectura la hizo el nieto de uno de los veraneantes del Barrio Nuevo y el niño no se enteró de lo que leyó. Lo mismo pasó con el resto de los parroquianos. En la iglesia habría unas treinta personas. La mitad eran viejas que estaban medio dormidas o medio sordas y la otra mitad eran los nietos de los veraneantes que ese año habían hecho la primera comunión y a los que sus abuelos obligaban  a ir. El año que viene ya no pisarán la iglesia. Unos por otros el caso es que nadie se enteró del cambiazo, o por lo menos nadie lo hizo notar.  Don Simón se dio cuenta en seguida pero no dijo nada en el momento, esperó a que terminase la misa y se fuesen. Le dijo a la Nico que se fuese ella también que podía limpiar mas tarde. Esto extraño mucho a la Nico, pues aunque era domingo y Don Simón ese día rechazaba cualquier encuentro carnal, nunca le había ordenado que se marchase, nunca había rechazado su compañía. La Nico aunque perpleja y un poco molesta obedeció. Don Simón comprobó inmediatamente que el libro había sido profanado. Ciertamente la falsificación era perfecta, no había forma de distinguir la página añadida de las otras. Esto era el trabajo de un profesional y por ese motivo acudió a ver a Daniel. No se anduvo por las ramas.
- ¿Has sido tú?- preguntó.
Daniel se moría de vergüenza.
-         No.
-         ¿Sabes quién ha sido?
A Daniel se le planteaba un dilema moral. Debía elegir entre proteger a un compañero y  a la empresa, o mentir. No estaba dispuesto a mentir. Podía decir que él sabía quién era el autor de la falsificación pero que no podía asegurar que fuese el mismo que hubiese cambiado la hoja del libro, pero era un argumento de tan poco peso que para lo único que serviría era para hacer el ridículo y encabronar más al cura. Decidió decir la verdad e intentar minimizar los daños.
- Sí.
- ¿Ha sido el nuevo?
- Sí.
El cura empezó a pasear por la habitación en silencio. Por fin dijo:
-         Me lo imaginaba. Sabía que tú nunca harías una cosa así.
Tenía razón. Daniel no es creyente, no va nunca a misa y no soporta a la iglesia como institución, pero respeta las creencias de la gente y jamás haría algo que fuese en contra de sus símbolos.
-         Don Simón. Le pido disculpas por lo sucedido. En parte es culpa mía. ¿Me deja usted que me ocupe yo del asunto? Se lo pido por favor.
Don Simón paseó otro rato por la habitación. Al final dijo, “está bien”.
En cuanto el cura hubo salido de la habitación llamó por el móvil a Carlos. No respondió. Le dejó un mensaje en el buzón de voz para que lo llamase inmediatamente. Se puso a pensar en que debía hacer pero no se le ocurría nada sensato. Empezaba a odiar a Carlos. Estaba a punto de estropearle el día. “¡Justo tenía que pasar esto el día en que tengo una cita con Irene! Llevo meses esperando a tener una oportunidad como hoy y ese payaso está a punto de estropeármela”.
Se metió en la ducha. Estaba lavándose la cabeza, cuando sonó el móvil. “¡Hay que joderse! Este tío tiene un don para tocar los güevos”. Se aclaró la cabeza como pudo y salió de la ducha en busca del teléfono. Cuando llegó los pájaros ya no cantaban. Llamó Daniel.
-         Hola- contestó Carlos. ¿Me has llamado?
-         Sí.
-         ¿Qué quieres?
-         Que vengas inmediatamente.
-         Pero si es domingo, y he quedado con unos amigos para ir a comer.
-         He dicho que vengas ahora mismo-dijo Daniel en un tono tan autoritario, que hasta él mismo se sorprendió.
-         ¿Pasa algo?- preguntó Carlos, abandonando su despreocupado tono habitual.
-         Eso es lo que quiero que me expliques.
Daniel le esperaba a la puerta de casa, a pesar de estar a la sombra la calle parecía el infierno del calor que hacía. Llegó Carlos y en cuanto se bajó del coche, Daniel dijo:
-         Ven conmigo.
-         ¿A qué se debe tanto misterio? ¿para qué me has hecho venir?
-         Ahora lo verás.
Daniel caminaba en dirección  a la iglesia pegado a la pared de las casas buscando la sombra, el otro le seguía por el medio de las calles desiertas. No hablaron en todo el camino. Llegaron a la iglesia, entraron por la sacristía y Daniel se fue directamente en busca del libro con las lecturas. Estaba abierto por la página falsificada.
-         ¿Has metido tú la hoja falsificada en el libro?
Carlos dudó un poco antes de contestar.
-         Si hombre, ¿para eso me has hecho venir? Es sólo una broma de nada.
El humor de Daniel empeoraba.
-         ¿Cómo que es una broma de nada?, pregúntale al cura a ver que le parece. Para él es un sacrilegio. Mira, he pensado una cosa creo que lo mejor es que mañana no vengas a trabajar.
-          Eso no te corresponde a ti decidirlo- A Carlos ya se le había quitado la sonrisa de la cara y desaparecido ese tono de chirigota que emplea permanentemente al hablar.
-         Soy el jefe de proyecto y puedo decidir quien trabaja y quien no. No hay más que hablar.
Carlos se fue. A Daniel le pareció que estaba a punto de ponerse a llorar. “Lo que faltaba, además de ser un tonto es una nenaza”. Casi sentía lástima de él. Durante un momento pensó que quizás se había pasado, que después de todo puede que no fuese tan grave lo que había hecho. Fue sólo un instante de debilidad, porque enseguida se acordó del cura y lo molesto que estaba y se acordó también que hoy era su cita con Irene y que este gilipollas le estaba estropeando el día. Mientras se dirigía a casa del cura llamó a Anselmo. Cogió enseguida el teléfono, y preguntó nervioso que es lo que pasaba. Se debió llevar un buen susto, no es normal recibir una llamada de este tipo un domingo por la tarde si es que no pasa algo importante. Daniel le contó lo sucedido y que había dicho a Carlos que mañana no fuese a trabajar.
-         ¿Te parece bien? Preguntó Daniel.
-         Tú mandas. Si eso es lo que crees que hay que hacer, yo te apoyo.
-         No se trata sólo de mañana, creo que no debería volver a trabajar en San Lorenzo. El Cura está muy enfadado y tiene toda la razón.
-         Tengo que consultarlo con Maria Victoria, antes de tomar una decisión. Te llamo cuando sepa algo.
Don Simón estaba durmiendo la siesta. Tardó un buen rato en abrir la puerta. Daniel miraba el reloj continuamente, eran las cuatro, sólo faltaba una hora para su cita con Irene.
El cura le hizo pasar a la cocina. Parece que la costumbre en San Lorenzo es recibir a las visitas en la cocina. Era una cocina antigua, de esas en que la chimenea es casi tan grande como el resto de la cocina. “Habrá estado aquí la Nico, o sólo se verán en la sacristía y en el confesionario”, pensó Daniel.
-         El autor de la broma…
-         Sacrilegio- le interrumpió el cura.
-         Tiene usted razón, el autor del sacrilegio es Carlos. Yo le vi cómo hacía la hoja con el texto cambiado, pero le dejé bien claro que no lo metiese en el libro. No se lo dije antes porque quería confirmar que fue él, el que cambio la hoja. Le pido disculpas. Estoy intentado que Carlos sea sustituido por otro trabajador.
-         No lo intentes, hazlo- ordenó Don Simón.
-         Estoy en ello, pero no depende de mí- se disculpó Daniel- Le tendré informado.
El cura reflexionó durante un rato. Al final dijo” hace mucho calor, quieres tomar algo”. Era su forma de decir que estaba conforme. Daniel miró su reloj. Se le estaba haciendo tarde y todavía no había comido. Pensó que debía ser amable y aceptó la invitación aunque en realidad estaba deseando irse.
El cura trajo dos refrescos.
-         Es lo que queda de cuando se convidaba a los quintos. Ahora ya no hay jóvenes en este pueblo, y la fiesta no se hace, pero hasta hace unos años el 31 de diciembre los quintos celebraban su fiesta. Pasaban toda la noche de juerga y por la mañana venían a misa. A la salida les ofrecíamos un convite. Voy a enseñarte unas fotos.
-         No se moleste Don Simón.
-         No es ninguna molestia.
Daniel miró la hora. Ya no tendría tiempo de comer nada antes de ir a recoger a Irene. Mientras el cura buscaba las fotografías miró la fecha de caducidad del refresco. Consumir preferentemente antes de: mayo de 2.005. “¡Pero si hace cinco años que han caducado, este hombre quiere envenenarme!”. Se levantó y tiro el contenido del refresco por el fregadero.
Llegó el cura con un álbum de fotos. Se lo pasó a Daniel que lo abrió por la primera página. En las fotografías grupos de jóvenes, abrigados con mantas a las que habían hecho un agujero por el que sacaban la cabeza posaban sonriendo a la cámara. Varias generaciones de quintos estaban retratadas en las fotografías del álbum del señor cura. Según pasaba las hojas el blanco y negro dejó paso al color y las boinas a sombreros y gorras extravagantes comprados en los mercadillos de las ferias, pero lo que más llamaba la atención era la disminución de jóvenes que aparecían en las fotos. En las últimas fotos solo posaban dos o tres quintos. Era costumbre que los quintos llevasen un chivo acompañándoles y cuanto más grande y más retorcidos tuviese los cuernos mejor. En algunas fotografías el chivo era obligado a beber de una botella. En otras el animal estaba ya tan borracho como los quintos y se le veía tumbado el suelo a los pies de los jóvenes.
     Las cinco menos cinco.
-         Tengo que irme- dijo Daniel.
-         ¿Dónde vas con tanta prisa?
-         Tengo cosas que hacer.
-         Ya, ya…
Al salir de la casa del cura recibió una bofetada de calor en la cara. Corrió hasta la casa de los belgas. Se puso el bañador, cogió una toalla y llenó la mochila con todo lo que encontró comestible dentro de la despensa, con la única condición que pudiese ser trasportado, o sea chorizo, salchichón  y queso. Luego pensó que esos no eran elementos integrantes de la dieta de Irene. Buscó en la despensa de los belgas y encontró una bolsa de patatas fritas y una lata de aceitunas sin hueso. Escribió una nota a los belgas diciéndoles que se las cogía prestadas. Eran las cinco y diez cuando salió de casa. Cruzó la calle y llamó a la puerta de Irene. Esta vez no le hizo esperar.
-         Ya pensaba que no venías. Te has retrasado.
Sin comentarios.
-         He tenido un día muy agitado- se disculpó Daniel.
Irene sacó su coche del garaje, y conduciendo como ya sabemos fueron hasta las piscinas naturales de Casasola. El paraje no era como Daniel lo había imaginado. La piscina natural consiste en un muro de hormigón que corta el cauce de un arroyo, formando una pequeña balsa. El lugar no puede ser más desangelado, todo son rocas, unas rocas grises, con una vegetación raquítica de tomillos y jaras. Es el lugar más feo de toda la comarca. ¡Mira que es bonita toda la zona!, pues la piscina está en el peor sitio de todos. Menos mal que por lo menos han tenido el detalle de plantar unos chopos en una zona explanada, que es donde la gente se pone a tomar el sol.
El aparcamiento  a esa hora estaba casi vacío, sólo había un coche y unas veinte bicicletas. Daniel se temía lo peor. Descendieron por la senda que lleva a la piscina y sus malos presagios se confirmaron. Una familia compuesta por el matrimonio y dos niños pequeños ocupaba una sombra y otra estaba ocupada por un montón de toallas y mochilas. Sus propietarios eran los chavales de las bicis y estaban todos chapoteando en el agua, preparando un escándalo de mil demonios. En lugar de encontrar un lugar solitario se encontró con el centro de reunión de los veraneantes de toda la comarca. La cosa fue a peor según pasaba la tarde, llegó más gente hasta terminar por ocuparlo todo.
Irene y Daniel eligieron la sombra más alejada de los chavales y que era la más cercana a la familia. Daniel extendió su toalla a la sombra e Irene al sol.”¡Cómo podrá aguantar al sol con la que está cayendo!”, pensaba Daniel, pero esos pensamientos se le olvidaron en cuanto Irene se quitó el vestido. Instalarse a Daniel le llevó un minuto, extendió la toalla, se quitó la camiseta y ya está. Pero Irene lo preparó todo como si fuese a quedarse a vivir allí para siempre. Abrió el maxibolso que llevaba, sacó un montón de botes de crema bronceadora, las gafas de sol, una goma para el pelo que empezó a recogerse en una coleta con una lentitud de caracol y sacó una revista que luego ni abriría. Todo esto lo colocaba en prefecto orden junto a la toalla. Ya lo tenía todo preparado. Por fin se descalzó y  llegó el momento elegido para quitarse el vestido. No es extraño que a Daniel se le olvidase todo y que el padre de familia abandonase el periódico para echar un vistazo a la Venus. Irene llevaba un biquini blanco que hacía resaltar aún más su piel morena. No entraremos en detalles que hay que ser educados y no hay que fijarse en las chicas cuando toman el sol, que eso sólo lo hacen los salidos en la playa. Sólo diremos que Irene es muy, muy guapa. Se sentó sobre la toalla y empezó a darse crema. Daniel miraba como los chavales se bañaban en la piscina, se hacían aguadillas, se subían a un roca y saltaban unas veces de cabeza otras a lo bomba mientras los demás gritaban, reían y los animaban a que saltasen más alto o más a lo bruto.
Irene terminó de darse la crema. Se tendió boca abajo y se desabrochó el biquini.
-         ¿Me puedes dar la crema en la espalda?, por favor.
Esto no se lo había imaginado. Agarró el bote, vertió un poco sobre su mano y empezó a extenderlo lentamente sobre la espalda de Irene. Fue descendiendo poco a poco. Cuando llegó al final presintió que estaba a punto de quedar en ridículo. Su única salvación era meterse en el agua lo más rápido posible. Dejó el bote y dijo:
-         Voy  a bañarme.
Llegó al borde metió los pies en el agua. Estaba tan fría que ejerció el  efecto buscado de forma inmediata. Los chavales habían salido del agua por lo que una vez que se conseguía adaptar la temperatura del cuerpo a la del agua se podía decir que se estaba muy bien dentro de la piscina. Nadó un rato, chapoteó otro. ¡Qué fresco se estaba! Los chavales volvieron a meterse en el agua como si fuesen una estampida de ñúes cruzando el río Mara y  Daniel salió para dejarles sitio.
     Llegaba más gente. Irene Ahora estaba tumbada boca arriba.
-         ¿Qué tal está el agua?
-         Fría según te metes, pero luego esta buenísima. ¿Tú no te bañas?
-         Quizá más tarde.
Daniel pensó que tenía que pasar al ataque.
-         Tengo algo que decirte- dijo.
En ese momento sonó su teléfono móvil. Nunca hasta hoy había odiado el canto de los pájaros. Lo cogió. Era la Mantovani.” ¡Esta mujer es mi penitencia, mi desgracia, siempre me lo tiene que estropear todo!”.
-         Me ha dicho Anselmo lo que ha pasado- dijo la Mantovani.
La conversación con la jefa duró media hora. Daniel le dio los detalles de lo sucedido, del enfado del cura, y de que no querían ni el cura ni él que Carlos volviese al trabajo.
-         Eso ya lo tengo solucionado.- Dijo Mantovani.
-         ¿Cómo?
-         Voy a despedir a Carlos.
Daniel empezó a pensar que quizás se había precipitado, que quizás hubiese sido mejor intentar ocultar el caso e intentado convencer al cura de que la broma de Carlos, sólo había sido eso, una broma sin más trascendencia. “Lo han despedido por mi culpa. No era mi intención que Carlos perdiese el trabajo.” Intentó que Mantovani reconsiderase su decisión.
- Maria Victoria, no es para tanto, una cosa es que no vuelva a trabajar en San Lorenzo, por respeto al cura y para evitarnos problemas, y otra muy diferentes que lo despidas.
- Mi decisión es firme. No quiero a ningún payaso trabajando en mi empresa.
Desde luego la Mantovani, asume el poder y lo ejerce sin que le tiemble el pulso. La mujer será una borde y una pija, pero es coherente.
-   Si no vuelve Carlos, vamos a necesitar a alguien.
-         Claro. Te mando a José Luis López.
-         Pero, ¿no estaba despedido?
-         Sí, pero le he llamado esta tarde, le he ofrecido el puesto y él ha aceptado.
Lo dicho, esta mujer es tremenda.
Daniel colgó el teléfono y se acercó a Irene.
-         Perdona, pero era una llamada importante.
-         Es lo que tiene ser jefe- dijo Irene.
-         Yo no soy jefe.
 Daniel estaba pensando como retomar la conversación por donde la había dejado cuando llamó la Mantovani.
- Irene, yo…
- Tengo hambre- interrumpió Irene- no tendrás algo de comer.
Daniel sacó la bolsa de patatas fritas y se la ofreció a Irene. El sacó el salchichón, el chorizo y una barra de pan y se preparó un bocadillo. Mientras comían, al chopo de al lado llegó un grupo de chavales. Traían un equipo de música, que pusieron a todo volumen. Desde ese momento las conversaciones en la piscina eran a gritos, no había forma de hacerse oír por encima de la música.
-         Me voy a bañar, ¿vienes?- dijo Daniel gritando.
-         No.
Daniel se bañó. Al salir del agua Irene estaba recogiendo sus cosas.
-         ¿Nos vamos ?
Ante los hechos consumados, la única respuesta posible que le quedaba a Daniel era “sí”.
De vuelta a San Lorenzo, pararon en Castro a dar una vuelta y tomar algo. Dieron una vuelta por el pueblo, y se sentaron en la terraza de un bar. Las mesas estaban repletas de veraneantes. El barullo era monumental. ¿Por qué en este país hay que hacer tanto ruido? Daniel, si no estuviese tan atontado por sus sentimientos hacia Irene se habría dado cuenta de lo evidente. Irene buscaba precisamente esos lugares concurridos y ruidosos para poner una barrera entre ambos.
Llegaron a San Lorenzo y se despidieron. Nada había salido como Daniel lo había imaginado.



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