Iniciamos una serie de artículos con el diario de Viaje a Guatemala







jueves, 9 de junio de 2011

Las lágrimas de San Lorenzo (Capítulo V)

CAPITULO V

         Como cada domingo a Daniel le llega la llamada de la selva. A finales de marzo la primavera por estas tierras, según como venga el año, puede ser todavía una esperanza. El año está siendo lluvioso. En las noticias, siempre tan amigos ellos de lo más, dicen que el mes de marzo está siendo el más lluvioso de los últimos cincuenta años, pero es que el mes de noviembre fue el más caluroso del siglo, y así una tras otra. ¿Qué se esperan? Con un registro estadístico escaso, pues cien años en el mejor de los casos no es un periodo tan largo, siempre se puede buscar la excepción. Pero eso no es lo relevante, es la forma que tienen de dar la noticia, parece que se avecina una catástrofe. Si es el mes más cálido de hace x años, se dice que es efecto del calentamiento global, si no llueve dicen que estamos en un periodo de sequía. Si hasta últimamente hay fenómenos que desconocíamos, como los tornados, las ciclo génesis explosivas y todo un completo catálogo de plagas bíblicas metereológicamente hablando. Se pasan tres pueblos. Lo más divertido es ver a los reporteros o reporteras, como diría un sindicalista políticamente correcto, dar las noticias bajo un aguacero, luchando denodadamente contra el viento, que lo arrastra. ¿Para qué? Son ganas de hacer el tonto. Si nos vamos a enterar igual diciendo que en “la Costa da Morte hay vientos huracanados y la flota gallega está amarrada”. Pues hala, enterados y a otra cosa.
         En estas tonterías pensaba Daniel, cuando a la salida del pueblo se encontró con el Vivillo, el hijo de los del bar, que lo estaba esperando.
-         Puedo ir contigo- esto lo dijo el niño cuando ya caminaba junto a Daniel
Ante los hechos consumados a Daniel no le queda otra que decir que sí, y eso que no le gusta la compañía cuando sale al campo. Los visitantes ocasionales, y remarcamos lo de ocasionales en contraposición de los habituales para que no haya malos entendidos,  se dividen en dos grupos: los caminantes y los domingueros. A los primeros que es grupo más tolerable lo que les interesa es el deporte de caminar, y lo mismo pueden hacer su ejercicio en el campo que por el arcén de una carretera que por una cinta andadora. Los domingueros son la escala mas baja de los “visitantes” campestres, son los parias, la escoria, los indeseables y generalmente los guarros. Van hasta donde su coche llegue, allí despliegan su ajuar, las mesas y las sillas plegables, los taperguares, los manteles, el balón del niño, la baraja de cartas, la nevera con las latas de cerveza, y el DVD en el coche para que el niño vea la película y deje de dar el coñazo. Si se separan unos pasos del auto será para tirar la lata de cerveza al río o preparar otro estropicio. Dicho así pensaba Daniel se le podría catalogar como misántropo, pero su odio a la raza humana se reduce al urbanita, analfabeto natural que no es capaz de distinguir un toro de una vaca. Cuantas veces ha escuchado eso de: “es un toro porque es negro” o “las vacas no tienen cuernos”. ¡Patético! Así que a Daniel no le gusta la compañía. Se siente en la obligación de enseñar algo interesante, un poco para justificar el tiempo que pasa por esos andurriales sin sacar nada de provecho. El que sale de vez en cuando al campo se piensa que va a encontrarse con lo que muestran los documentales, en que en un momento aparece el león cazando un búfalo y acto seguido al águila abalanzándose sobre una cabra. Se desilusionan cuando después de dos horas lo mas que han logrado ver es una tórtola, o sea un pájaro, y un grillo. “¡Menudo rollo! No vuelvo”, dicen, y Daniel piensa: “¡ojalá sea verdad! Esta mañana tendrá que soportar al Vivillo, y eso que éste al menos tiene la ventaja de que es un niño.
Daniel casi no había hablado hasta entonces con el Vivillo. Se lo encontró muchas veces, pero siempre va a la carrera, en bicicleta, en patinete o cualquier otro aparato con ruedas, y siempre hablando o gesticulando, que por algo lo llaman como lo llaman. No se había presentado la ocasión de hablar con el crío, y eso que Daniel sentía curiosidad por saber que hace el único niño del pueblo después de que el autobús escolar lo deje cada día en la puerta del bar. Con quién juega o qué amigos tiene.
-         ¿Cuántos años tienes?
-         Diez, para once, que los cumplo la semana que viene, y ya le he dicho a mi madre lo que quiero de regalo por mi cumpleaños, porque como soy el hijo pequeño y mi hermana dice que estoy mimado y consentido, y lo que le pasa es que es una envidiosa, más que envidiosa, y dice que le va a decir a mamá que no me compre nada, pero yo ya lo tengo elegido y me lo van a regalar porque me he portado bien y hasta he comido las espinacas esta semana sin tirarlas…
-         Vale, vale, para el carro.
“¡Joder con el niño! ¡Lo que casca! ¡Menuda me ha caído encima!”.
-         Vamos a dejar las cosas claras. Para que puedas venir conmigo tienen que cumplir las siguientes condiciones: estarás en silencio y cuando tengas que decir algo lo harás sin gritar y de forma concisa. No armes alboroto, no pegues palos a las plantas y lo dejarás todo como estaba. ¿Entendido?
 Este código de conducta, este paquete legislativo, esta tabla de la ley la expuso Daniel con los brazos en jaras, el gesto serio y tono de voz ligeramente enfadado.
-         Vale, no te pongas así.
Retomaron el camino, y a los pocos pasos el Vivillo preguntó.
-¿Qué es conciso?
“Por lo menos parece espabilado el rapaz. A todo esto, ¿cómo se llama el chaval?”.
-         ¿Cómo te llamas?
-         Hugo, pero todo el mundo me dice el Vivillo, porque  soy muy movido y no puedo parar. Ya era así de pequeño y …
Daniel hizo un gesto con la mano, como si sus dedos fuesen una tijera abriendo y cerrando las hojas. El chaval captó la idea y cerró el pico.
A partir de ese momento el Vivillo se portó muy pero que muy bien. Iba a lo suyo, fijándose en todo, corriendo de un lado para otro, unas veces por delante de Daniel, otras por detrás, a veces levantando una piedra, otras colándose por entre los palos de un cañizo, pero en general cumpliendo la legislación vigente.
Esa mañana como Daniel tenía compañía decidió seguir la ruta alrededor del pueblo sin alejarse mucho, así que tomaron el camino del Valle Ancho, que es el que pasa por la alameda y continúa hasta Matalobos. El Vivillo y Daniel descubrieron una pareja de alcaudones cortejándose en la rama de un roble. El alcaudón se colocó junto a la hembra y mirando hacia ella hacía inclinaciones del cuerpo, como si fuesen reverencias. La alcaudona parecía no hacerle mucho caso y al poco rato emprendió el vuelo hasta la rama de otro roble. El galán la siguió, se volvió a posar junto a ella y repitió la misma operación, con los movimientos de la cabeza arriba y abajo, una y otra vez. Así estaban cuando de repente los pájaros se asustaron y emprendieron un vuelo de huída.
-         ¿Qué ha pasado?, dijeron a la vez Daniel y el Vivillo.
La respuesta le llegó un instante después en forma de Afrodita reencarnada. A sus espaldas, por el camino apareció una mujer corriendo. Llevaba una sudadera roja muy amplia y un pantalón negro que solo le llegaba hasta las rodillas muy ajustado. El conjunto lo completaban unas zapatillas blancas y una gorra negra, en la que por su parte trasera salía una coleta de pelo rubio. La chica corría, pero sus movimientos parecían más bien los de una bailarina. Daniel contemplaba como la gacela se alejaba rápidamente y cuando desapareció al final del camino Daniel se dio cuenta que el Vivillo lo observaba fijamente.
-         ¿Siempre que ves correr a alguien se te pone cara de tonto?, dijo el Vivillo.
Daniel cerró la boca, farfulló algo y se puso a caminar.
-         Se llama Irene. Yo pensaba que ya la conocías. Es tu vecina.
“¿Cómo es posible que lleve más de dos meses aquí y todavía no la hubiese visto? El primer día creo que conocí a todo el pueblo, y resulta que me dejaba lo mejor para el final”
Emplearon el resto de la mañana en rastrear el río. Con las abundantes lluvias del invierno bajaba con bastante caudal. Daniel que calzaba unas botas de goma, chapoteaba en el cauce, mientras el Vivillo correteaba por la orilla. Cuando Daniel encontraba algo interesante, como una larva de frigánea, se las enseñaba al niño. A cada nuevo descubrimiento este respondía con una batería de preguntas. ¿Qué es? ¿Y esto que tiene aquí para que sirve? ¿Hay muchos? ¿Qué comen? Daniel respondía las preguntas que sabía, pues otras muchas cuestiones que planteaba el niño las desconocía. Era casi la hora de comer cuando emprendieron el regreso. La madre del Vivillo, les esperaba a la salida del pueblo.
-¿Dónde os habéis metido? Hugo, te tengo dicho que me digas donde vas. ¡Menudo susto me has dado!, llevo dos horas buscándote. Menos mal que Toño, me dijo que os había visto juntos.
Todo esto Marisa se lo decía al Vivillo, pero Daniel pensó que la bronca se dirigía también hacia él.
-         Pero mamá, si estaba con Daniel- dijo el Vivillo, a lo que su madre contestó con soniquete.
-         Ni danieles ni danielas, te he dicho mil veces que cuando vayas a algún sitio me lo digas y punto.
Recorrieron el resto del camino a casa en silencio. En cabeza Marisa, unos pasos por detrás Daniel, pensando en Irene, y haciendo la goma el Vivillo. Llegados a la plaza el niño preguntó.
-         ¿Puedo ir contigo otro día?
-         Eso lo tiene que responder tu madre.
Tras unos segundos de pausa, la madre dijo:
-         Bueno, pero me tenéis que decir donde vais. Y con aire de General después de arengar  a la tropa dio media vuelta y entró en el bar.
-         Adiós, dijo Daniel.
-         Adiós, dijo el aprendiz de Darwin.
Cuando llegó a casa de los belgas, le estaban esperando para comer. La belga dijo que había preparado una receta sacada de un libro de cocina, algo así como Pappardelle con setas, salsa de tomate y mascarpone y con el queso que le sobró rellenó unas naranjas. Daniel agradeció la invitación y los tres se sentaron a la mesa. La conversación fue deliciosa. De la comida no se puede decir lo mismo. La belga será una gran artista pero no de la cocina.
A los postres, es decir a las naranjas rellenas, Daniel sacó el tema que realmente le interesaba.
- En la casa de al lado siempre está la luz encendida. La veo antes de ir a trabajar y cuando vuelvo ahí sigue. ¿De quién es?
¡Cómo si no supiese ya quien era la dueña de la luz perpetúa, del chollo de Iberdrola!
-         Es Irene. Está estudiando oposiciones y se ha venido a la casa del pueblo para que nadie la moleste. Dijo la belga.
-         Ah….Y lleva mucho tiempo aquí.
-         No. Llevará unos tres meses, llegó pocos días antes que tú. La casa era de sus abuelos y ella venía solo en vacaciones, con sus padres, cuando era pequeña.
-         No la he visto nunca,- dijo Daniel.
-         Es normal, solo sale de casa un rato al mediodía para hacer footing. A la vuelta compra el pan en la panadería de Justo y los sábados baja a Castro para hacer la compra de la semana.
El belga con tono malicioso remató la faena.
-         El miércoles es mi cumpleaños y la vamos a invitar, así que tendrás la oportunidad de conocerla.
“Perfecto”, pensó Daniel.














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