CAPITULO II
San Lorenzo del Valle hace honor a su nombre y apellido. Al nombre por la iglesia y el patrón que procesionan por las fiestas y al apellido por el valle del río Ranillas que es donde se asienta.
Es un pueblo no apto para la lírica ni para la épica, por lo menos en su parte vieja, pues San Lorenzo tiene un Barrio Viejo donde viven los del pueblo de toda la vida y un Barrio Nuevo donde viven los veraneantes de toda la vida, es decir; los que se fueron del pueblo de jóvenes y regresan cada verano, para las fiestas, antes con sus hijos y ahora con sus nietos.
El Barrio Viejo, o el de abajo como otros lo llaman es una colección de casas y corrales desvencijados, amenazando ruina y llenos de remiendos. Parece como si el pueblo se hubiese construido todo de una vez, en una época remota, sin duda más próspera y desde entonces la única tarea realizada por sus habitantes haya sido la de poner parches a su deterioro. Parches y más parches en paredes, puertas, ventanas y tejados algunos con tanta solera que ya hay parches sobre los parches. Las casas son de piedra y adobe, con su esqueleto de madera y los remiendos son de todos los materiales imaginables; ladrillos, bloques, chapas, neumáticos, latas o cualquier otro que resista al agua y al viento. Parece que las puertas y ventanas se han llevado la peor parte; en unas faltan cristales o están rotos, en otras una lata de sardinas del año 54 tapa un agujero; los cuarterones y los marcos están torcidos, con la madera carcomida y podrida por la humedad. Muchas casas tienen las puertas y ventanas tapiadas con ladrillos.
El pueblo se organiza en torno a la carretera, que lo divide en dos mitades. A un lado queda la plaza donde está el Ayuntamiento y un edificio nuevo que se utiliza como consultorio médico. En la plaza las casas están restauradas o por lo menos se mantienen en un estado aceptable; en una esquina hay un bar con la fachada de color de rojo y en la esquina opuesta una panadería pintada de blanco.
A la salida del pueblo, después de una curva de la carretera, en lo que eran las antiguas eras, está el Barrio Nuevo; formado por chalets con jardín en la parte delantera y huerto en la trasera, que son el fiel reflejo de la personalidad de sus propietarios. Los hay grandes con fachada de cantería, y columnas en el porche para hacernos saber que a su propietario le han ido bien las cosas; y los hay pequeños y modestos, que no todos los que salieron del pueblo han tenido el mismo éxito. De todas formas nos equivocaríamos si como método para saber a quién le ha ido bien y a quién le ha ido mal, quién a triunfado y quien no tanto, utilizásemos el tamaño de su casa, pues en San Lorenzo, como en cualquier otro sitio, hay a gente a quien le gusta llamar la atención y aparentar lo que no es y a quién, por el contrario, lo que le gusta es pasar desapercibido. Y así nos encontramos con muchos chalets pintados de colores chillones, que aunque sus propietarios no tienen el capital suficiente para vestir su casa de piedra, o hacer las escaleras de mármol, no renuncian, por ello, a llamar la atención. El resultado es que el Barrio Nuevo de San Lorenzo parece más un catálogo de pinturas que un barrio de pueblo castellano, cualquiera diría que estamos en un pueblo turístico de la costa.
La carretera de San Lorenzo es estrecha, llena de curvas y con el asfalto levantado. Por las cunetas corre el agua de las últimas lluvias y en algunos lugares salta la calzada. La Mantovani conduce con precaución. Las encinas, y los robles que todavía mantienen las hojas secas aguantando sobre las ramas, ocultan el pueblo. Daniel a lo lejos localiza el campanario de la iglesia, pero es sólo un momento por que enseguida la carretera hace otra curva y el pueblo vuelve a esconderse entre los árboles. Hasta que no están a las mismas puertas del pueblo no vuelven a verlo. Se entra por las eras nuevas, en donde dos porterías sin redes limitan un campo de fútbol en el que pasta un rebaño de ovejas. La carretera al pasar por el pueblo recibe el nombre de calle Larga, como se puede leer en una placa colocada a su inicio. No siempre se ha llamado así. Debajo de la placa con el nombre de la calle, hay otra placa mucho más vieja y que el dueño de la casa en la que está puesta ha utilizado para tapar un agujero en la fachada. La placa aunque un poco borrosa por el óxido y el paso del tiempo todavía puede leerse; “Avenida del Generalísimo”. “Mucho mejor el nuevo nombre”, pensó Daniel.
La calle Larga les llevó hasta la plaza. La Mantovani aparcó junto al bar, al lado de un tractor.
- Baja y pregunta por Marisa, que es la que tiene las llaves- ordenó La Mantovani.
El bar estaba atendido por un hombre calvo y tripa cervecera y la clientela estaba formada por un hombre mirando al televisor y cuatro viejos sentados en torno a una mesa camilla, con las piernas tapadas con las faldillas y jugando a las cartas. Al entrar Daniel todos los ojos se dirigieron hacia él.
- Buenas tardes.
- Buenas tardes- contestó el hombre de detrás de la barra.
- ¿Está Marisa?
Los viejetes dejaron la partida, el hombre de la televisión quitó el diario de Patricia y el camarero abandonó la lectura del periódico. A partir de ese momento comenzaron las explicaciones, preguntas y presentaciones. Todos saben que Daniel es el que viene a restaurar a San Lorenzo y conocen tantos detalles sobre él y sobre la Mantovani, que Daniel pensó que deben tener contacto con la CIA. El hombre de la televisión resultó ser Porfirio y es el Alcalde del pueblo. Los jugadores de cartas también se presentaron pero Daniel no se quedó con sus nombres. El camarero, Pepe, llamó a su mujer para que saliese:
- Marisa, sal ya están aquí.
La tal Marisa resultó ser una mujer bajita, simpática, dicharachera y muy habladora.
- Voy a por las llaves- dijo.
Regresó al momento y salieron a la calle. La Mantovani, había salido del coche y estaba a punto de entra en el bar.
- ¿Por qué tardas tanto?, ya estaba cansada de esperar - regañó a Daniel.
La Mantovani ya puede irse acostumbrando a que en este pueblo el tiempo tiene otro ritmo diferente, las cosas se hacen despacio, con parsimonia; no es como en la ciudad en que hay una agenda que cumplir, en que el tiempo está medido y si no te aplicas no llegas a la próxima cita. Aquí se trata de lo contrario, hay que hacer las cosas despacio para que cundan más y así llenen las horas del día. Si vas a por el pan hay que entretenerse con el panadero o con los clientes, comentando cualquier insignificancia. Si te encuentras con un vecino te paras a hablar, si vas al huerto sólo coges los tomates de hoy porque así mañana tienes que volver y engorras más el tiempo.
Para ir a la casa rural desde el bar sólo hay que cruzar la plaza y caminar unos metros, así que Marisa señaló a La Mantovani donde estaba, para que fuese con el coche y Daniel y ella se fueron andando.
- ¡Tiene poca paciencia!- dijo Marisa refiriéndose a La Mantovani.
- Ninguna- dijo Daniel.
Se pusieron a la tarea de bajar el equipaje del coche y entrarlo en la casa rural. No era tarea pequeña. Cuando Daniel se dispuso a bajar su maleta, la Mantovani se le quedó mirando como si fuese un loco haciendo surcos en el agua.
- ¿Qué haces?- preguntó.
- Bajar mis cosas.
- Tú no te quedas aquí, esto es muy pequeño para los dos- dijo la bruja- ¿no te lo había dicho ya?
- No.
- ¡Ah!, tengo tantas cosas en la cabeza.
Marisa observaba la escena alucinada. Cuando terminaron de meter las cosas de la Mantovani, ésta dijo:
- Gracias. Marisa te llevará a tu casa. Mañana nos vemos.
Cerró la puerta. Menos mal que Marisa estaba allí, si no Daniel se hubiese vuelto a casa en ese mismo momento.
- No te preocupes, vas a estar muy bien. Los belgas son encantadores y su casa está muy bien. Vamos.
El camino desde la casa rural hasta la casa de los belgas es corto, pero complicado, pues para aguantar más, Marisa lo llevó por una calleja sin luz y sin asfaltar, que con las últimas lluvias estaba llena de charcos. Salieron a una plaza con un abrevadero en medio. La casa de los belgas está a las afueras del pueblo, la parte delantera da a la plaza del caño y la de atrás al monte. Es una casa antigua de dos plantas y se nota que los que la han restaurado tienen buen gusto. A Daniel le gustó. Pensó que al final ha tenido suerte, porque se ha librado de la Mantovani, “ahora sólo falta que los belgas, de los que habla Marisa sean agradables”.
La casa de los belgas, o casa del cura, como la conocen los del pueblo, porque antiguamente era la residencia de los sacerdotes, es de dos plantas, con fachada de piedra, ventanas pequeñas y un balcón a la calle con la barandilla de forja. Junto a la casa hay un patio empedrado, al que se entra desde la calle por un portón grande de madera. Una escalera de piedra adosada a la pared de la casa conduce al piso superior y por otra puerta se llega a la cocina del piso de abajo. Los belgas que compraron la casa cuando llevaba mucho tiempo abandonada y la arreglaron ellos mismos, son una pareja de artistas, pero no de artistas de la farándula, sino de artistas serios. Ellos son artistas plásticos. En realidad solo María, la belga, es de Bélgica. Su marido es de la parte de Guadalajara, y se llama Tomás Alcocer López. Para los que tengan interés en su obra o quieran visitar alguna de sus exposiciones que sepan que firma como Alcocer.
Maria es artista visual, pero como aquí nadie sabe lo que es eso ella dice para ponerlo fácil que es escultora. Actualmente su proyecto – que es como ahora llaman los artistas a su trabajo- consiste en crear objetos nuevos a partir de cosas de uso cotidiano. “Se trata de estudiar la esencia de las cosas que nos rodean y transformarlas, cortando, pegando, añadiendo o quitando partes y combinándolas con otros objetos para crear algo nuevo que tendría una existencia sin utilidad real o aparente y que nos llevaría a plantearnos de nuevo la cuestión de cuál es su esencia”. Daniel no entendió nada, y eso que Maria, la belga habla un castellano perfecto, con poco acento y vocalizando bien, justo lo contrario que su marido que a pesar de ser español no se le entiende ni torta cuando habla.
Maria acompañó a Daniel al estudio para mostrarle una pieza. Resultó ser una percha de alambre oxidada, doblada de una forma imposible, de la que colgaba el asa de una espumadera, un sujetador rojo con encajes negros y unos engranajes de acero unidos por algo como imanes o rodamientos, -que Daniel no supo que eran- dispuestos en forma rebuscada como si fuesen el mecanismo de algo.
La disciplina de Alcocer es también la escultura, pero lo que hace y como lo explica es la antítesis de su mujer. Si María es extrovertida, hace esculturas abstractas, pequeñas y se explica con claridad y con gracia; su marido es naturalista, hace piezas grandes y es un poco soso; si de algo se enteró Daniel es porque se lo explicó Maria. Alcocer lleva varios años con el mismo proyecto. Consiste en hacer sepulcros como los que hay en las catedrales de reyes y papas, pero con representaciones de escenas actuales, lo que según él supone un contraste que descoloca al espectador. El proyecto pensaba completarlo haciendo una capilla completa, de tal manera que en la sala en que se realice la instalación el público se encontrará con una espacio que le recordará a las iglesias y catedrales de los siglos XV o XVI con todos sus ornamentos, altar y sepulcros, pero con motivos y representaciones del siglo XXI.
- Creo que deberíamos dejar que el chico descanse, y se instale. Ya tendremos tiempo más tarde de explicarle nuestro trabajo. Dijo María interrumpiendo a su marido.
- Tienes razón- dijo Alcocer.
El matrimonio acompañó a Daniel a la planta de arriba donde estaba su cuarto. No era muy grande pero le gustó porque dispone de un aseo propio y sobre todo porque tenía dos ventanas, una daba al corral y al patio de la casa vecina y la otra al monte. El día comenzó mal, con las tonterías y desplantes de la Mantovani, pero “la cosa se va arreglando”, pensó Daniel, “no tengo que aguantar a la bruja, lo que es un mejora sustancial, y estos belgas son la leche”.
- ¿Por qué dais alojamiento en vuestra casa?- preguntó Daniel.
- No lo hacemos- dijo Alcocer.
Como Daniel puso cara de no entender, María completó la escueta respuesta de su marido, como otras muchas veces le vería hacer en los meses siguientes.
- Es la primera vez que tenemos un huésped que no sea un amigo o un familiar, pero cuando Marisa, la del bar, nos contó que había alquilado la casa rural a los restauradores del retablo, pero que necesitaría una habitación para otra persona, nosotros pensamos que ser interesante alojar a alguien que no es del pueblo y romper monotonía.
- Espero no defraudaros.
Después de colocar sus cosas y descansar un rato, Daniel bajó a la cocina a comer algo. Cuando estaba terminando entró Maria en la cocina para decirle que le esperaban en el salón para tomar un café. Estuvieron los tres un rato charlando sobre como era el pueblo, sobre su gente, y Daniel aprovechó para preguntar por qué eligieron San Lorenzo para vivir.
- Nos gustó- dijo el belga.
- Queríamos venir a vivir a España, a un lugar tranquilo, lo más lejos posible de los círculos de artistas. Visitamos muchos pueblos antes de decidirnos por este, dijo la belga.
- Nos gustó la casa.
- ¿Por qué no le enseñas a Daniel las diapositivas de la instalación?
- ¿Quieres verlas?- preguntó Alcocer.
- Me encantaría, respondió Daniel.
Las diapositivas estaban hechas en un hangar, un almacén o lo que fuese aquel local inmenso, en el que se veía un batiburrillo de botes de pintura y de objetos colocados en estanterías que llenaban las paredes y que solo dejaban libres los huecos de unas ventanas grandes por los que entraba una luz cenicienta.
- Es el taller de Amberes donde fabrican las piezas.
En un lateral estaban las esculturas de Alcocer. Las primeras diapositivas eran las del sepulcro de los reyes. Era de resina blanca, con los monarcas yacentes, las cabezas apoyadas sobre cojines, y con las manos cruzadas sobre el pecho. El rey vestía un traje de gala, con una cinta cruzando el pecho y medallas con forma de estrella de muchas puntas sobre el corazón. En los altorrelieves de los laterales del sepulcro se reproducían varias escenas de la vida de los personajes. En un lateral el rey navegaba en un velero, en el otro la reina abrazaba a un mujer con lágrimas en los ojos rodeada de otras personas que por sus gestos y actitud también estaban llorando y en el frente del sepulcro se reproducían dos escenas una al lado de otra; en la primera un hombre de uniforme, bigote y tricornio estaba subido en un estrado, con el brazo levantado y una pistola en su puño; en la segunda se veía al rey, de frente enmarcado por algo que representaba una televisión.
En el segundo sepulcro se representaba a unos príncipes. El con unas orejas descomunales que casi tapaban a la princesa acostada a su lado. La princesa es muy guapa, lleva un vestido largo y una diadema en la cabeza. Las escenas representadas son tres: en la primera se representa el día de la boda de los príncipes que pasean en una carroza por las calles de una ciudad aclamados por sus súbditos, la segunda es una escena campestre en la que el príncipe está rodeado de árboles y huertas, en la tercera y última unas motos perseguían a un coche que estaba a punto de chocarse con una columna.
El tercer sepulcro es de color negro. El personaje lleva el uniforme de un General. Las tres escenas representadas son: una en la que unos aviones están a punto de estrellarse contra un rascacielos, otra en la que unos barcos y aviones lanzan misiles y bombas sobre una ciudad y en la última, un hombre de bigote colgaba de una soga.
De la observación de la obra del belga se pueden sacar dos conclusiones; la primera que Alcocer es un gran artista y la segunda que la gente con bigote es peligrosa.
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